Tuesday, July 25, 2006

Pan con mortadela

Durante mi infancia casi no comimos jamón en casa. La crisis, la situación económica no daba para mucho. Fue esa crisis del 82 la que nos arrastró como después lo hizo la del 94. Pertenezco no a la generación X, sino a la generación de los niños en crisis económica. Eso marca más que cualquier indiferencia o uso de la tecnología. Y pensaba que pobre del Chavo del 8, que seguro estaba igual que nosotros porque siempre quería su torta de jamón.
A falta de jamón, entonces, mamá lo compraba sólo en contada ocasiones, al pan le poníamos unas rodajas gruesas de mortadela. Era mucho más barata y en casa, la de la marca Ponderosa, era la reina y señora de las carnes frías en el congelador. Durante mucho tiempo comí mortadela ponderosa y hasta recuerdo el comercial que decían: "A todo lo que hagas ponde, pode ponderosa". Era una cortinilla bastante pegajosa.
Y cuando había para jamón... ese día relegábamos a la siempre tan servicial mortadela. Le hacíamos el feo. Untábamos pan con bastantita mayonesa. Le poníamos aguacate y el tricolor chile, tomate y cebolla y nos dábamos un festín con lonches, emparedados o sandwiches de jamón, como se le quiera llamar. Después, a mitad de semana el jamón había desaparecido. Incluso hoy no dura mucho tiempo en el refrigerador.
No recuerdo cuándo dejamos de comer mortadela y seguro hace años que no aparece en los gabinetes del refrigerador de la casa. Pero ahorita se me antojó mucho un pan con mortadela y un poco de mayonesa. Tal vez es sólo que tengo hambre. Y como aparentemente no hay crisis en el camino, deberé de comprarla por gusto y no por necesidad, que es como siempre sabe mejor.

Thursday, July 20, 2006

No otra Elena

Vengo toda de negro, me dice Elena por el celular. Tengo el pelo corto y traigo las maletas. Todo su acento sinaloense cae con peso al pronunciar las palabras. Se llama Elena Méndez y le daré asilo al menos por una noche en la ciudad de México. No la conozco pero una buena amiga mutua nos contactó. Es martes y salgo de la tutoría a la espera de la llamada. Son las tres y media cuando me llama. Ya llegué, me dice. Quedamos de vernos en el Sanbors frente a El Angel. Ando a las carreras. A las cuatro llega Orlando y debo entrar al taller.
Apenas recibo su llamada salgo de la Fundación a paso veloz. Tomo un taxi y le ordeno ir al ángel. El taxista conduce entre la rapidez de Liverpool y la lentitud de Florencia. Salimos al redonde y cuando llegamos al Sanbors bajo con las mismas prisas. Le digo al taxista que espere. En la zona de venta no veo a nadie pero pronto aparece una muchacha vestida de negro, con bolsa de cuero, ojos verdes, pelo lacio y recogido en una trenza. Lleva al hombro una bolsa negra.
Elena, hola, hola soy Antonio.
Elena se sorprende.
Ah, hola, hola, qué tal, me dice.
¿Y tus bolsas? ¿Tus maletas?
No, no, ando así, nada más con esto.
Pero...
Elena sigue con la sorpresa.
Anda, anda -le digo- afuera está el taxi.
La tomo del brazo, la arrastro casi a la salida. Afuera nos recibe el sol, el ruido de siempre y Elena sube al taxi, después yo. A la colonia Roma, le digo al taxista y es sólo hasta una cuadra después cuando Elena me dice:
A ver, a ver, dijiste Elena o Mariana.
Y yo reconozco el ecento tan capitalino, tan poco sinaloense.
Dije Elena. Elena.
Es que yo soy Mariana.
No...
Sí, me llamo Mariana y como esperaba a un amigo muy parecido a tí pero que hace mucho no veo...
Es que yo buscaba a alguien de negro. Caray, esto parece un secuestro.
Nos reímos. Nos miramos avergonzados mientras le digo al taxista que nos regrese al Sanbors del ángel.
En el camino ya no nos decimos nada. Repetimos que esto es muy gracioso y yo le digo: pues te subiste sin chistar al carro. Y ella nada más asiente de nuevo, avergonzada.
Llegamos al sanbors y ahora sí, Mariana encuentra a su amigo y yo veo a Elena en el restaurante, bebiendo chocolate. No me vas a creer lo que acaba de pasar, le digo. Y miro de reojo a Mariana quien acaba de entrar al restaurante con su amigo. Al vernos sonríe. Pues qué pasó, insiste Elena. Nada, nada, le digo.

Wednesday, July 19, 2006

Hoy es un día realmente malo. Me atrevería a decir que del año. Muchas presiones. Ceses inesperados. ¿Y quién tiene la razón? Todos. Uno se tiene que mover con el pequeño trozo de verdad que tiene y alumbrar lo posible. Pero la luz es muy poca. Insisto. Hoy es un día realmente malo. ¿Y qué se puede hacer? Lo que cree uno que es correcto y seguir. No hay de otra. Esto no debería de subirlo al blog pero que funcione como recordatorio.

Monday, July 17, 2006

Volver

Vuelvo a la casa, a la alfombra gris. El domingo salí y compré un par de plantas: Mafer y Sapito. Las puse cerca de la ventana, cerca del cobertor donde ahora hay muchas almohadas y cojines. El domingo O estuvo enferma. Durmió casi seis horas en el día. Despertaba nada más para ver que yo andaba en plena reconstrucción de la casa. Puse unas fotografías en una base de corcho y las colgué de la pared. En la puerta del baño pegué unas postales que me dieron hace dos años: postales con frases como: "Yo amo Chihuahua", "¿Cómo es posible que quepan tantos kilómetros en el corazón". También adherí un pizarron a la pared de mi escritorio y barrí, barrí, barrí.
En la tarde cayó un aguacero. Se oían las ambulancias que pasaban y algun silbato de un policía de tránsito. Me sorprendió que fuera domingo.
Volver, volver, volver.
El domingo anterior, a esa hora, andaba con mi familia en el mercado. Papá quiso dulces y mamá iba feliz y veloz de puesto en puesto. Mis hermanas revoloteaban entre puestos de vestidos y audífonos. También hacía mucha calor. Tal parece que Monterrey está hecha nada más para eso, puesta en la geografía exacta de la lumbre. Pero volver, volver.
Otra vez al cubículo de la flm, a oír los chistes de Boone, Vicente e Hinojosa, al fastidio que da, ver la esquina de Liverpool e Insurgentes atestadas de autos pero también, a mi vida con O en la ciudad: tranquila, armónica, relajada.

Wednesday, July 12, 2006

Dejaré esta calle en la calle

Martha Ramos le da un trago al vaso con agua y sale cuando la buscan afuera los técnicos. Yo me acabo de bañar y veo los beneficios que da presentar un libro en la calle, muy cerca de tu casa. Afuera hay un desfile de nerviosismo. Los técnicos colocan la tarima, las mujeres que darán los tamales acomodan las sillas, mi tía Chelo asoma el rostro de cuando en cuando para ver a qué hora inicia el evento. Yo nada más salgo a verlo todo, a imaginarme cómo será el evento dentro de unos minutos.
Cuando las 70 sillas están listas me sorprende mi calle. Ha dejado de ser esa esquina donde de niño jugaba al beisbol o al fút (justo donde quedó la tarima colocábamos unos de las porterías), para convertirse, efímeramente, en un sitio cultural, para un evento cultural. Las bocinas semejan torres imponentes. Conforme se acercan las siete y media de la tarde comienzan a llegar los invitados, los vecinos. Llega Ana en su coche plateado, llegan Carolina, su novio y Armando en un taxi. Aparecen por la calle Janell, Cordelia y Adrián. Al rato veo a Gerson, a Margarito y al Raveliano. La gente comienza a llegar, a congregarse lo mismo que unas nubes grises encima. A veces pasan vecinos en sus coches y al ver la calle cerrada se detienen a fisgonear un poco y huyen, alejándose de cualquier pedrada literaria.
Un aire frío comienza a colarse entre todos y finalmente subimos al estrado Felipe, Joaquín y yo. Ofelia se encuentra a esas horas perdida en las calles de la colonia pero nos alcanzará más tarde. Mi abuela escucha desde el interior de su casa. Mis tíos han ocupado las primeras filas y mis hermanos y padres se encuentran al final. Sonrío cuando veo a mi tío Jose Luís cerrar la calle en el otro extremo, bloquearla con su camioneta blanca. Empiezo leyendo el cuento de Cuelemans. Ya no falta nadie: Elida, Erika, Lili, Espartaco, Blum, Valdez, Sara, todos están ahí cuando Joaquín habla de lo desmadrozo del libro, de lo cruel y puto del libro, de lo hermoso y trágico del libro. Después Ofelia se abre paso entre la gente y sube al estrado.
Yo la presento con el afecto que siempre le he tenido y ella agradece las palabras pero me corrige. A lo lejos se escucha la músiquita de un camión de helados. Me voy a apurar, dice Ofelia, pero no va ni en la segunda cuartillas cuando el camión de nieve aparece en la esquina: albo, alto, con sus franjas rojas y las ventanillas amarillas que dicen: chopo sencillo a $5, doble, $10. El chofer se sorprende al ver a esa multitud en la calle y se detiene tras nosotros. Todos volvemos la cabeza para verlo. El chofer saca una mano y nos saluda. Felipe me dice: "Vamos a comprarle nieve a toda la gente" pero sólo de imaginar la desbandada me hace negar la iniciativa". Pero cuando miro al público todos ríen, todos aplauden la aparición del camión de nieve.
Cuando le toca el turno a Felipe la noche ya está sobre nosotros. Los técnicos nos lanzan una luz blanca desde unas banquetas y ya no puedo ver a nadie en la calle. Unos niños, eso sí, están al frente sentados en sus bicicletas y acodados en los manubrios. Se descolgaron desde las partes altas de la Moderna para ver el show. Cuando empiezo a hablar, a agradecer tanta tarde, tantos amigos, tantos cuentos, el cielo comienza a tronar. Le digo: ya voy, ya mero acabo, y todos ríen. Una cigarra, el sonido de una cigarra me acompaña mientras hablo y recuerdo una lección de biología donde me dijeron, que las cigarras viven sólo un día y antes de morir cantan y cantan y cantan. Y su canto nos acompaña a todos esa tarde, esa noche.
Al finalizar se rompen filas y muchos van a comprar el libro. Un vecino agradece el evento mientras Ofelia y Felipe lo escuchan. Los tamales pasan de mano en mano, los refrescos también cuando los Northsiders empiezan su función. Sus rolas son pegajosas, fuertes, amenas. Yo me abro paso entre la gente, recibo abrazos, saludo, voy con O y la beso, despido a mis tíos. Cuando un amigo de los Northsiders termina de tocar la gente comienza a irse y cuando ya casi no queda nadie, entonces, sólo entonces, comienza la lluvia: una lluvia larga, densa, cerrada que barre la calle, que hace que los técnicos corran a guardar las cosas.
Al final sólo queda Felipe y Abel. Me despido de ellos después de conseguirles un taxi. Voy con O a una función y mientras eso pasa pienso en la lluvia, el camión de helados, un elotero que pasó también, en unos perros que se pelearon cuando Felipe empezó a hablar y todos oíamos sus ladridos terribles y secos en la tarde. Pero pienso también, en la cigarra que cantó y cantó mientras daba las gracias a todos: al conarte por su apoyo, a los presentadores y a los amigos. Una cigarra. Mi abuela me dijo que, cuando la escuchó, comenzó a llorar: "son nuestros muertos que han venido a verte, me dijo: tu abuelo, tu tía Martha, tu tío Rubén, tu tío Roberto". Yo sólo asiento y la dejo llorar tantito. Fue 5 de julio de 2006. Estuvimos en la calle todos. Amigos, amigas, mi familia, O y mis muertos ahí, por un libro, reunidos por la palabra.

Monday, July 03, 2006

Accidentado Monterrey

Sol. La ciudad: abierta por las construcciones. Bajo de las oficinas del conarte y mientras veo las invitaciones para la presentación del libro no veo la puerta de vidrio. El golpe es terrible. Mis lentes se abren. Los pequeños tornillos de las bizagras de los anteojos me abren una herida en la ceja. Sangro profusamente. Me mancho la camisa. Manuel me ve y me lleva a un lavabo y me limpio la sangre. Me duele la cabeza. Siento como una quemazon en la nuca pero el dolor comienza a pasar.
A las dos camino hacia el metro Parque Fundidora y un hombre pasa y me golpea con una caja de madera. Me golpea en la mano y me hace un moretón. Ando muy torpe el día de hoy. No sé si sea el calor o el nerviosismo. Tal vez, ambas cosas.