Ahora que es lugar común hablar pestes de la navidad recuerdo que de niño no había nada mejor que el 25 de diciembre. Me levantaba muy tarde y tenía el permiso de poner el nintendo todo el tiempo que quisiera mientras mi madre recalentaba los tamales o los frijoles a la charra (o frijoles charros, como sea). Y después nos íbamos con mis primos Héctor y Pepe a jugar futbol en la calle y el frío nos quemaba las mejillas y se nos metía en la boca como un puño helado. Sólo entonces volvíamos a jugar al nintendo, al Duck Hunt, al Contra o los ya indispensables videojuegos de futbol.
Luego las cosas fueron cambiando lentamente, pero mi sensación de ese tipo de navidad no ha desaparecido. Yo sí quiero mentirles a mi hijos con eso de Santa Clos y hacer la alaraca de la cena. Y llevarlos al cine un 25 de diciembre a ver cualquier película, cobijados en el olor a mantequilla de las palomitas y volver a casa ha comer el recalentado. Sin duda es más fácil recuperar la ilusión cuando la viviste con intensidad durante la infancia. Sin duda.
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