Ayer, por la noche, salí a caminar en la colonia. Hace mucho que no hacía eso, precisamente, caminar en solitario. Me entretuve viendo a los comensales de un pequeño puesto de quesadillas, la forma como la luz de los arbotantes iluminaba a medias los arreglos de una florería. En Alvaro Obregón, me detuve ante la mirada aburrida de la vendedora de periódicos y después me asomé tímidamente al interior de los bisquets Obregón donde la gente cenaba. Una chica de lentes apuraba un chocolate, unos viejos daban cuenta de chilaquiles con carne y la mesera dejaba sobre otra mesa una bandeja de pan donde sobresalían pan con mermelada de piña. Luego caminé de regreso a casa para toparme con varia gente que paseaba a sus perros a esa hora de la noche, y sentí la tranquilidad de Mérida sin el tráfico del día, sin los huercos que salen de la UVM o del Colegio México. El dueño de la panadería, aún a esa hora, tenía el local abierto y untaba con clara de huevo unas empanadas, mientras al fondo resplandecían las vitrinas con esponjosos flanes y gelatinas de variopintos colores. Y luego volví a casa. Antes de llegar, en la esquina donde casi todos los vecinos dejamos la basura, un par de hombres hurgaban entre las bolsas y las cajas de cartón. "Esto es un arte", decía uno, "buscar entre la basura, un arte", mientras el otro hombre se desentendía de las palabras y vacíaba con desparpajo una bolsa negra. Esto es un arte, pensé, simplemente, aprender a buscar.
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