Friday, December 23, 2005

Monterrey, día de un año

Lo primero que me llama la atención al volver a Monterrey y pasar por la avenida Pablo A. de la Garza es el nombre de los negocios. UNOCAL, Tracto partes Treviño, Afasias Martínez, el Piñón de Oro, Autopartes Ubaldo y Llantas Roca, son sólo algunos de los nombres de los lugares donde venden desde calcomonías y defensas de chevys hasta barras de cardan de dinas. La calle Pablo A de la Garza (héroe regional durante la guerra de la revolución mexicana) vive a estas horas con sus negocios abiertos que exponen rines plateados, y chicas que en pantalones entallados y playeras de mangas muy cortas exhiben las mercancías mientras a su lado, sin nada qué hacer, grupos de mecánicos o los dueños toman una coca en la sombra.
Falta un día para navidad y parece que este año la ciudad le ha dicho al frío: hoy no. Y el sol ha evaporado cualquier aire helado. La gente ha salido entonces, sin temor de nada, a la calle a hacer las compras de pánico de último momento y alcanzo a ver a un par de santacloses en la calle con un disfraz espantoso y caliente que les pone un rictus de fastidio en el rostro.
Monterrey huele a carne asada esta tarde y sabe el aire a una lluvia de bistees tibios o salchichas gordas y jugosas. Y camino entre sus calles, compro un par de libros que sòlo le pueden intenresas a gente que lee y escribe en Monterrey. El primero es un anuario de lo que escribieron las primeras cuatro generaciones del centro de escritores de n.l. y el otro es un libro de Cuitlahuac Quiroga, libro editado por Papeles de La Mancuspia.
En Monterrey pasan en la televisión las películas de Godzilla y conductores de camiones o vendedores de naranjas traen puesta la playera de los rayados del Monterrey. Y los camiones son grandes (nada de microbuseros) y la gente come "conchitas" con salsa verde y crema y nada como ir a comprar o perder el tiempo en la calzada Morelos. Hoy le decìa a Ana, me gusta, me gusta la ciudad y se me quedó viendo con cara de ingratitud. Yo ya me quiero ir de aquí, me dijo. Así es el corazón con nuestras ciudades. Nos vamos de ellas para quererlas. Nos quedamos en ellas para odiarlas.

Monday, December 19, 2005

Nos robaron

Desde el partido del jueves nos robaron. Nos robaron ayer también. Para quitarme la tristeza me fui a la Gandhi y me compré tres libros.

El libro del desasosiego de Pessoa.
La presa, de Kenzaburo Oe.
Cóbraselo caro, de Élmer Mendoza.

No cabe duda que la literatura y la escritura, salvan.

Friday, December 16, 2005

Retratos Familiares V

Nadia
Miro sus ojos. Miro sus ojos que enfocan. Miro su cámara negra. Miro su cabello corto, algo alaciado. La miro sonriente y vestida de negro mientras un motociclista la carga. La miro mientras mira a una mujer envuelta en plásticos negros. Miro sus fotos: sus hombres musculosos, el viejo en una zapatería, sus vírgenes blancas sobre retablos claros. Miro sus manos sobre la cámara. Miro y miro y miro sus ojos claros, la sangre que pulsa en sus venas, su sonrisa fotográfica, su aire de encuadrar siempre el mundo. Miro la miro a Nadia sonriente por calles neoyorquinas o mientras trabaja en un bar de dominicanos. Miro y miro a Nadia Baram mientras camina entre la gente en un evento de la representación de Chihuahua; y miro sus ojos nerviosos como dos destellos de ansiedad que a veces se hacen lumínicos y otras se apagan. Miro su larga mirada donde se reflejan globos solitarios y un Chaplin que camina bajo el agua. Miro me mira nos estamos mirando me mirará más tarde cuando deje de leer estas líneas y salga a abrazarme y enfoquemos en el lente de su cámara ese día que nos conocimos. Miro en sus fotos al hombre ebrio que deambula dentro de un ruedo sin mirar al toro. Miro la tristeza de sus mujeres, la placidez de sus hombres, lo esperpéntico de sus musculosos, la panorámica de una alberca donde todo es geométrico. Miro me mira nos miramos nos estaremos mirando habremos de mirarnos seremos mirados mientras exista ese grato recuerdo de salir a encontrarnos. Miro a Nadia feliz y sonriente con su cámara al lado, con sus fotos todas las que no son, incendiándose por ser en sus ojos. Miro sus manos. Atiendo el secreto calor de su sangre. Miro. Me mira. Nadia toma su cámara. Me enfoca. Me atrapa. Es 14 de diciembre. Nadia me está mirando todos estos años atrás, todos estos años que vienen.
Es una fotografía.

Thursday, December 15, 2005

El millón

En casa nunca hubo mucho dinero pero hubo un momento donde nos creímos ricos. Fue cuando a papá lo corrieron de su trabajo en Pantalones Coloso. Esa fábrica era y es el emblema de mi familia porque ahí se conocieron mis padres. Se enamoraron como todos, por casualidad. Mi papá entró a trabajar ahí como barrendero a los 15 años y cuando lo sacaron, a los 33, era el jefe de la línea de producción. Recuerdo fiestas de pantalones Coloso donde todos los empleados nos chuleaban a mi hermano Jorge y a mi nada más por ser los hijos de "don Toño". Mi papá era importante y eso siempre es fundamental para alimentar la confianza de los hijos.
Además... era uno de los cuatro jefes de pantalones Coloso, una fábrica de casi 300 empleados. pero un buen día la fábrica se fue a la quiebra y corrieron a todos, incluido mi papá. De liquidación le dieron un millón de pesos. Cuando lo dijo pensé: wow, un millón de pesos y se me hacía muchísimo. Pensé que ya éramos ricos. Con un millón de pesos se podría hacer muchas cosas.
Como primer medida mis papas lo pusieron en el banco, en un bancomer. El millón daba al mes un interés muy bueno así que casi creo que con eso nos manteníamos mientras papá encontraba otro trabajo. El millón se convirtió en una especie de ventana de salvación, tabla de flotación y una paz extraña. Era bueno saber que ok, papá no tenía trabajo pero estaba el millón en el banco. Cada 3 de mes íbamos por el interés al banco. A veces acompañaba a mamá y la veía hacer fila y luego meterse el dinero en las bolsas del vestido y salíamos a comprar cualquier cosa de mandado.
Pero los meses pasaron y hubo urgencias. Un día el millón dejó de ser el millón pero yo siempre pensaba que seguía siendo una unidad indesctructible. Una tarde hubo una devaluación. Papá llegó asustado a la casa con la noticia. El dinero se iba a convertir en nada y se decidieron a comprarse algo para invertir. No sé si lo que compraron fue la mejor inversión pero el millón se convirtió en una máquina sobrehiladora pequeñita, pequeñita que más parecía estación espacial que máquina de coser. Claro, me divertí mucho con ella usándola como plataforma de lanzamiento pero al verla, no dejaba de sentir cierto aire de minusvalía porque el millón había desaparecido.
Aún ahora, cuando queremos en casa hacernos a una ilusión o apoyarnos en algo inexistente, mi mamá o mis hermanos hablamos del millón. ¿Y el millón? dice mi mamá y nada más nos reímos.
¿Dónde quedó el millón?

Quiero un transformer de regalo

En fechas navideñas llegaba la temible hora de los regalos para mis papás. No somos muchos pero cómo dábamos lata. Además, el bombardeo televisivo y con Chabelo era terrible, infame, desquiciante. A cada rato veíamos que los carros a control remoto, los juguetes de química mi alegría que siguen siendo el hit dentro del hit o los juegos mesa eran la delicia de chicos y grandes. En la televisión veíamos a niños que jugaban al operando o al pulgas locas. Y mi papá nada más veía la televisión sin decir nada y nosotros mejor ni nos hacíamos a ninguna ilusión.
Yo lo que realmente quería de regalo era un transformer. Quería a Optimus Prime y a uno que otro Desepticón.
Una navidad dio el 24 de diciembre y papá simplemente no alcanzó a comprar nada. Siempre supimos que Santa Clos. Pasamos la noche medio tristes, con la certeza de que no habría regalo porque el tiempo era duro, la crisis mucha y no había dinero. Cenamos algo en casa de mi abuela Petrita y recuerdo que a mis primos les dieron muñecas, una cocineta para niños y colecciones de carritos. A la mañana siguiente con el frío en la calle, el humo de varias fogatas en las calles y el tronero de cohetes que habían soportado la víspera estábamos sentados frente a la casa de mi abuela cuando papá llegó y nos dijo: Vayan a cambiarse, vamos por sus regalos.
Nos pusimos bien contentos. Digo. Super contentos. Tomamos el Moderna y nos bajamos en los puesteros de Reforma mi mamá, mi papá, mis hermanos Jorge y Saúl y mi hermana Ruth (Elda no estaba en las cuentas aún).
Los puesteros eran un bullicio de música, vestidos y pantalones colgantes, series de luces navideñas, cartuchos de atari, televisiones y estéreos en venta. Antes de entrar, como quien está por descubrir una tierra prometida, papá puso la condición. Sólo les puedo dar un regalo de 10,000 pesos (de los viejos, claro). Yo pensé que era mucho dinero. Claro, pero cuando entramos a los puestos y empezamos a preguntar me di cuenta que esos 10,000 pesos no iban a alcanzar para nada.
Al final mi hermana se compró unas "comiditas", Saúl unos luchadores de plástico y Jorge y yo unos trailers a control remoto. Mi tráiler se descompuso a las tres horas. Yo pensaba que era un trailer todo terreno y cuando lo hice saltar como una rampita, cayó y no volvió a arrancar.
Al año siguiente ocurrió lo mismo. Pero ahora, en lugar de ir a los puesteros, papá nos llevó a comprar nuestros regalos a la tienda Benavides de Félix U. Gómez. Y ahí estaba. Optimus prime y compañía. Ahora podíamos gastar 15,000 pesos pero cuando hice las cuentas no me alcanzaba ni para el vocho amarillo que se transformaba. Me compré un jeep con cañón antiaéreo en la parte trasera. Volvimos a casa otra vez con el frío. Cuando llegamos a casa de mi abuela nos dieron menudo y recuerdo que estaban pasando la trilogía de Star Wars. Quedé asombrado por las escenas, por la fantasía de otra galaxia. En los comerciales pasaron que había un juguete llamado "El halcón milenario". Miré a papá y creo que su cara lo decía todo. Ni lo pienses.
Los años siguiente entramos al simple: ya creciste, nada de regalos, solo para Ruth y Saúl. Y creo, que hasta la fecha, no he tenido un transformer de regalo. A veces paso al pasillo de juguetes y pienso en comprarlo pero no lo hago. Algo me detiene. Y sigo. Pero me acuerdo de mi papá preocupado por tener dinero para regalarle algos a sus bestezuelas. Esto lo voy a dejar para navidad, decía antes, ahora creo que ya se ha desentendido por completo. pero nos daba 10,000 pesos para comprar. Que poco dinero era pero qué mucho corazón al mismo tiempo.

Monday, December 12, 2005

1986

Tengo nueve años y estoy frente a la tele. La imagen a blanco y negro muestra la grama gris de un estadio y jugadores que van y vienen tras una pelota. Mi papá está sentado y escucho el ruido del público, veo el destello de las luminarias, la sombra de los jugadores sobre la cancha y veo el partido. En una jugada accidental, un jugador del Tampico Madero lesiona al Wama Contreras. Es un enojo de mi papá, es una sensación amarga en el esófago. Al final viene una jugada, el balón pasa rápido por los pies, le cae al Abuelo Cruz y lanza un tiro venenoso que se convierte en gol y le da el campeonato de fútbol al Monterrey, el del torneo México 86.
Con los años, he ido viendo esa jugada, ese golpe de suerte, ese balón que se incrusta en la portería del equipo tamaulipeco como parte de un suceso mitológico. Lo veo como la realidad pero también como algo mágico. Era tan bueno el recuerdo, la alegría de ese gol del Abuelo que soportó intacto en mi ánimo las siguientes malas y malas y malas y pésimas temporadas de los Rayados. Incluso pensé que nunca vería a mis Rayados campeones y cuando lo fueron, en el verano del 2003, estaba en Guadalajara, en casa de un buen conocido y sentía las ganas de salir a la macroplaza con una inmensa banderola y gritar esa felicidad sorda, tonta y primordial del: "Oe, oe oe oe, campeón... campeón...".
Es sábado y mientras salimos del cine, Daniela, quien estuvo de visita estos días en el distrito, me dijo: ¿Vamos a ir a ver el partido? A mi se me antojaba un encuentro difícil. Tigres había ganado 1-0 en el partido de ida y mis temores de años y años de derrotas florecían en todos mis poros. No, mejor vamos a comer a la casa, hacemos pasta, un vinito y listo. ¿Seguro que no quieres ver el partido? Dudé. Pensé en un gol de Tigres visto en la televisión y le contesté: vino y pasta. Ok.
Llegamos a la casa con el partido empezado y mientras se cocían los tornillos y el pollo Daniela yo platicábamos de cualquier cosa, de la facultad, algunos libros o amigas en cómún. ¿Seguro que no quieres ver el partido? Mmm... ok. Así que fui y prendí la televisión. Iban 0-0, marcador global a favor de los tigres. Volví a la cocina y ayudé en poco a preparar la comida y luego fui y prendí al estereo. Mala suerte, me dije, cuando la única estación que encontré fue RG la deportiva, y al tradicional y fastidioso de Hernández Junior (es increíble como este locutor estupidiza a la gente, como les mueve la entraña y juega con la vana ilusión de regalarles boletos para partidos. La gente es capaz de ladrar si él les dice que lo hagan y todo por un boleto).
El partido iba ya 1-0 a favor del Monterrey y yo estaba feliz. Le hablé a Efraín, otro regio en el exilio y estábamos muy contentos. Daniela y yo empezamos a comer con el partido al fondo y todo estaba delicioso, el vino, la pasta, la salsa de la pasta, el pan con queso. A veces nos reíamos, otras solo platicábamos cuando cayó el gol de Gaytán. Dice Daniela que mi rostro se volvió una masa de decepción y tristeza, que comencé a apretar las quijadas. Luego, faltando cinco minutos para que se terminara el partido cayó el gol del Monterrey. Salté, dije muchas veces: A huevo. Alzaba el puño en señal de victoria, todo un show. Mi amiga estaba asustada. No pensé que iba a ver esa transformación. Pero ganamos es lo que importa.
A la mañana siguiente, mientras el equipo de Carlos Rey filmaba el mural de la torre de Comunicaciones y Transportes, me acordé del triunfo de mis rayados. Tres horas después estábamos en un café de chinos. Entre pláticas del Popol Vu, alabanzas al café negro, un pequeña revisión a Juan Rulfo y mas entró el tema del fútbol. Carlos nada más sonrió y dijo: ¿A poco existe otro deporte? Algo me dice que vienen momentos agradables.

Tuesday, December 06, 2005

cefadroxilo, ibuprofeno y oxolamina

Enfermedad... enfermedad. Hace mucho que no me sentía tan mal físicamente. Esa sensación del cuerpo cortado, las palabras gordas que raspan la garganta, la fiebre helada y la sensación de no contar con las fuerzas para llegar a la esquina eran terreno ya no visitado, aduana en la que no pagaba peaje. Pero me llegó. Y violentamente. He dormido más de lo acostumbrado (siete horas diarias) y casi no he comido nada. Me arrastro de la cama a la sala, me tiro, veo el arbolito, me duermo, vuelvo a despertarme y me da cosa tanta vida allá afuera.
Eso me pasa cuando me enfermo, cuando paso frente a los hospitales y pienso que en algún momento los enfermos y enfermeros mirarán por las ventanas a ver la inmensa ciudad que late allá afuera con su tráfico, vendedores de tamales y atoles, oficinistas apresurados y chicas que hablan por celular mientras conducen sus chevys. Pero ¿me he detenido? No. Me entra junto con la enfermedad la presión de lo que tengo que hacer: ILCE, Fundación, reportes de ciertas lecturas, preparar la última clase del INEA, acabar El Buscón de Quevedo...
Sólo hoy tengo un itinerario de: Panamericana-Tv Azteca-Col. Juárez-TvAzteca-Col. Juárez-Reforma y Tíber-Panamericana. Y mientras sigue la tos, las ganas de no ver a nadie ni nada. Y veo mi receta médica que dice: T.A 110/70 F.C. 80x F.R. 20x Temp. 36 Peso. 94. I.D. 175. Edad. 28 años. En otra parte dice. Dx + FAB + tos + asma. Tomar cefaxodrilo, Ibuprofeno y Oxalamina.
Ayer me acordaba que, de niño, por el asma, en una ocasión una enfermera al ponerme el suero me rompió cuatro venas. Dos en las manos y dos en los brazos. Mi madre estaba histérica contra la susodicha. Al final me dijeron: ¿dónde te ponemos la siguiente inyección? En el pie o en el cuello. Tendría como diez años así que temblé ya no por el asma ni por mis cuatro venas reventadas. Todavía recuerdo cuando la aguja fría y delgada se incrustó por mi tobillo. Y ayer recordaba eso cuando la doctora Claudia me preguntaba: ¿Inyecciones? Y yo: Nunca jamás. Le conté la anécdota y dijo: ah... eso es bien común. De niño las venas son mas delgadas y con la fiebre las paredes se vuelven más delgadas aún. Así que es común romperlas. Lo dijo con una tranquilidad que como sea no me convenció: pastillas, le dije, deme pastillas.
Es martes y sigo enfermo.