Thursday, June 30, 2005

Los talleres de Parra

Subimos Raúl y yo las escaleras de madera de la casa de la cultura de Monterrey. Chirriaban los escalones a nuestro paso y cuando finalmente llegamos al tercer piso y entramos en la sala había un gran mesa de madera, redonda y sillas apostadas alrededor de ella. Un hombre guero y otro con barba, ambos mayores que nosotros, esperaban ahí. Saludamos nerviosamente y nos sentamos. ¿Parra? dijo Raúl al barbón pero él negó: No, aún no llega. Minutos después apareció Eduardo con su calva lúcida, la barba aleonada, el cigarro en la boca y una coca de medio litro en la mano. Dejó sus libros y con una hoja que arrancó de su libreta formó un cenicero cuadradro. Fue amable y nos invitó, como regla de taller, a iniciar con la lectura. Raúl leyó su cuento con el que había ganado el premio de cuento de Escobedo y yo un cuentito de dos cuartillas donde un padre de familia decide darle a un pordiosero el poco de dinero que le queda en lugar de comprar con él algún regalo.
El taller de Parra en la Casa de la Cultura duró, no recuerdo bien las fechas, desde el verano del 96 hasta mediados del 98. Fueron dos años de vernos todos los sábados de 10:00 a.m. a 12.00 p.m. El taller tuvo mucha gente y luego poca. El de la barba escribía bien y se fue. El otro también. Luego llegaron este compañero del carro ZX y Horacio Gómez Junco y Carolina Farías y Víctor Hurtado. Un tiempo iba un hombre cuyo nombre no recuerdo pero que llegaba en muletas y tardaba más de media hora en subir al tercer piso. Raúl dejó de ir pero yo seguí y seguí. Cuando no se podía estar ahí nos íbamos al café benavides de Juárez. No sé en qué momento Parra comenzó a incluirme en su órbita. Sólo sé que a veces me citaba para platicar en el vips de ocampo donde las meseras nos servían un café humoso y sin sabor. Ahí conocí a Ofelia Pérez Sepúlveda y ella recuerda muy bien esos días y se burla de mi.
Una tarde noche saliendo de la sala gabriel figueroa a donde nos mandaron porque no había sitio Parra dijo: Yo pertenezco a un grupo, se llama el Panteón. Y comenzó a decirnos de ese panteón a Carreño, Gómez Junco y a mi donde había más escritores (yo sólo conocía de escritor al Parra y había visto de lejos Ramírez Heredia y a Héctor Alvarado). Cuando salimos me le acerqué al Parra y le dije: Yo un día voy a estar en ese grupo. Parra sonrió con sorpresa y dijo: a ver si es cierto.
Pasaron dos meses, tres más del taller ya muriéndose y una tarde Parra nos prestó unos libros a Carreño y a mi. Fuimos a su departamento en Padre Mier. Cayó una lluvia y de regreso Parra me dejó frente al hospital 33 y me dijo: oye, los muchachos nos vamos a reunir este miércoles y quieren conocerte. ¿Le caes? Yo asentí. Esa noche cuando salí a las tres de la madrugaba y buscaba un taxi iba sorprendido. Había ido no sólo a conocer a los panteoneros sino que en medio de la borrachera Parra había dicho a los demás: ¿entonces qué, aceptamos al toñillo? Toscana se quedó en silencio, Hugo le dio un trago a la cerveza y Rubén fumó. Nunca dijeron que si pero empezaron a presentarse uno a uno, a presentar a los otros y aunque bromeaban con una novatada que nunca llegó siempre me mantuvo alerta. A las dos semanas fue Gardea a Monterrey llevado por Jeannete Clariond y Parra me habló: hay que estar en el Museo a las siete. Cuando el evento se terminó ahí estaban todos los panteoneros y "grupo rival": la Mancuspia. Ahí vi por primera vez a Dulce María González, a Héctor Alvarado, a Patricia y Ana Laurent Kullick.
El taller del Panteón duró desde ese invierno del 98 hasta mediados del 2001. Hugo se fue, Rube también, Parra se fue a vivir al D.F. Ya estaba Felipe Montes con nosotros pero siempre faltaba. Una noche, mientras mirábamos la televisión en el Reforma Toscana dijo: ahorita estaría escribiendo. (Yo le hablaba todos los miércoles en la tarde para ver si nos veríamos). Yo andaba desanimado y le dije: y yo estaría durmiendo y no iría a trabajar al conarte con ojeras y sueño. Si Felipe no llega a las doce de la noche, dijo Toscana, esto se acaba, se acaba el panteón, las reuniones de los miércoles, todo. A mi me dio miedo entonces pero después me di cuenta que sí, él tenía razón. A las doce de la noche Felipe no llegó y nos levantamos. Hicimos un brindis ridículo y nos fuimos. Así terminó El Panteón.
Ahora, en el D.F. apenas llegué fui a buscar a Parra y a Claudia Guillén, su esposa. Me integraron a su taller. Marina Besvapola, Susana Pagano, Joserra y Rodrigo estaban ahí. El taller ya tiene tres años y justo ayer volvimos a empezar después de varios meses de zozobra donde unos se casan, otros nos enamoramos y desenamoramos, otro se salvan de enfermedades terminales y otro de ser jurado de concursos de literatura. Parra seguía hablando del futuro y de los siempre libros que están por venir. Mi libro está ya por salir. Va a ser, según los conteos panteoniles, sin contrar traducciones, reediciones y más, el libro No. 23 del Panteón. 23 libros en menos de 10 años me parece algo fabuloso.
Lo curioso es que hace tiempo Parra y los demás hablaban de la beca del centro de escritores de n.l. como requisito para ser del panteón. Cuando la obtuve el panteón ya casi no existía. Y yo sentía entonces que estaba lejos. También hablaban de sus libros publicados y yo sentía mis libros muy muy lejos. También me decían de los premios (en realidad no ha habido muchos premios en el panteón) y yo los miraba lejos y finalmente, hablaban de la beca del FONCA como un logro inalcanzable. Yo también lo miraba lejos y ahora todo eso ya ha sido hecho o realizado (claro, nadie pensaba que se nos iba a atravesar la beca del centro mexicano de escritores).
Si he de decir algo es que me siento orgulloso de mis amigos panteoniles y también agradecido con ellos. Ahora Parra, Toscana, Hugo y los otros hablan de sus becas del sistema nacional de creadores, de las traducciónes en inglés y portugués de sus libros (todo en diez años) y yo lo veo lejano el camino pero seguro el pulso. espero, como hace diez años, o hace cinco o hace tres o hace dos o uno, poder un día darles alcance.

Tuesday, June 28, 2005

Incidencias

Tal vez en realidad nunca terminamos por aprender o cambiar nuestros viejos vicios. Tal vez, tan sólo, los dominamos un poco más, los analizamos con un poco menos de amedrente pero siguen ahí dándonos miedo. Aciagos nos achuran y achacan. Es como dice la canción o el dicho que una vez que pasas una piedra la vida se encarga de ponerte otra piedra más grande. O tal vez es que esa sentencia la leí en un cuento de un viejo compañero del taller de Parra en Monterrey. Él estaba preocupado por sus libros. Decía que había empezado a escribir casi por accidente y había ganado un concurso del INEGI. Así empezó a escribir. Cuando salíamos de la casa de la cultura de Mty me daba un raid en su coche, un nissan medio deportivo, un ZX, creo. Me dejaba en la puerta de la Fundidora y se seguía hasta Guadalupe. Cuando leyó ese cuento y yo leí esa frase me dije: qué gran historia. Además él leía, medio actuaba su cuento. Siempre he tenido fascinación por gente que actúa con valor y hace las cosas que dice que hará. Siempre he tenido fascinación por gente que, de alguna manera, se desenvuelve a sus anchas con familia, proyectos personales y más. Yo tendría entonces como 21 años y él mi edad actual de 28. Había desición en sus ojos. Una tarde leyó un texto sobre una guacamaya. Muy divertido texto. Después, para un concurso también del INEGI mandó tres textos, o era para pedir la beca del FONECA, no lo recuerdo. Eran tres cuentos cortos cuyo eje central ocurría en un parque de juegos. Las historias se titulaban Subibaja, resbaladero y columpios. Presentaba seres arrebatados por el odio o bien, consumidos por la gandallez de otras personas. Sin embargo, titubeaba cuando quería unir los textos y me dijo: tú sabes de esto Toño, siempre le dan las becas a los mismos (ese es un mal generalizado, leyendo a Eve Gil en la revista El Búho se quejaba de lo mismo pero no en el caso de las "menores" becas de los fondos estatales" sino en las encumbradas becas del Sistema Nacional de Creadores.
Me le quedé viendo a este compañero y le dije: pero no hay de otra más que pedirlas y seguirle. No obtuvo la beca. Al año siguiente volvió a ganar el premio del INEGI pero entonces el taller de Parra ya casi no existía. Yo casi era quien coordinaba las sesiones ante las faltas constantes del pelón. Pienso eso ahorita entonces, este largo prólogo sólo para decir que a veces te vuelves a encontrar con las mismas situaciones de siempre.
Fui a Acapulco a encontrar esos viejos fantasmas de rechazo, fantasmas que pensaba superados. Hubo muchos momentos para caer en la frustración o el desánimo pero me mantuve en el filo mismo de la cordura y la felicidad. Bailé como nunca, comí cosas ricas. En un momento no sabía qué estaba haciendo solo por esas calles tan poco olorosas a humedad. El resultado es que estos días he andado como convaleciente. En la central de autobúses olvidé un libro y regresé por él a los 2o minutos. En el autobús, ese mismo libro se me cayó y batallé para recuperarlo. No contento con ello, cuando llegué al hotel y le dejé el periódico al taxista le dejé dentro del mismo, mi libro. No me di cuenta de ello sino hasta el día siguiente. Ayer, fui a dejar mi ropa con la lavandera. Le dije: hay unas bolsas con ropa mojada, las puse ahí para que no se mojaran. Cuando llegué a la casa encontré las bolsas en mi cama. Y hoy en la mañana, cuando subí al taxi no medí bien la distancia y me di un frentazo.
Así es entonces. Es imposible no salir indeleble de presiones, tristezas y triunfos. Sólo espero que esta roca nueva pase pronto y de hecho, creo, está pasando (No ando en periodo azul Daniel). Vi mi máscara de tecuan con sus colmillos de jabalí, sus cerdas de puerco espín y sus ojos de cristal. Creo que esa máscara es algo bueno, un instrumento bueno para pasar cualquier piedra. Además ya están tirando el libro. En Acapulco recibí la contraportada del libro de cuentos. Il guizzo dice la contra. Eso es fabuloso. Hoy mandé mis datos biográficos. ¿Será en poco menos de un mes que tenga finalmente ese libro en mis manos?

Tuesday, June 21, 2005

Cena en casa

Soy anfitrión por naturaleza. Me gusta recibir gente en casa y las visitas son para mi un disfrute más allá que ser visitante. La primera vez que invité a alguien a comer a la casa fue a una maestro de primaria. Le dije a mamá: invité al maestro a comer a la casa. Mi madre puso el grito en el cielo pero ese día limpió la casa lo mejor que pudo. Yo compré dulces para una visita que al paso de la hora nunca llegó.
No volví a invitar a nadie hasta que cumplí ocho o nueve años, no lo recuerdo. Yo estaba emocionado no en sí por la fiesta, sino por los preparativos de la fiesta. Anduve viendo qué tipo de pastel quería y los dulces de las bolsitas (las dotaciones como dicen en otras partes). Mi ánimo de gerente de fiestas infantiles no tuvo descanso hasta que uno a uno mis amigos se fueron. Simón dijo un Hosana muy divertido pero fuera de lugar mientras mi mamá daba gracias por los alimentos. Todos nos reímos pero yo nada más vi el rostro serio de mi madre después de eso.
Tal vez por eso nunca más tuve una fiesta ni invité a nadie a casa.
Cuando cumplí los 24 años me decidí a hacer un reventón. Volvieron las presiones y en un momento me di cuenta que ser anfitrión es una cosa terrible. Tienes que estar al tanto de que todo esté bien. Yo lavé la azotea, ordené comida mexicana, renté sillas. Todo un show que tuvo su punto culminante cuando mi tío Vidal entró a cantar las mañanitas. Al día siguiente tuve que limpiar todo y recuerdo que me corté con una silla.
Vivir en el d.f. me ha resultado mucho mejor para fiestas y reuniones. Mientras vivía en Aragón, una noche tuve que darle asilo a Samantha quien venía de Argentina y su vuelo se había retardado. Me la llevé a conocer la ciudad de México en la noche y el taxista nos contó historias de sismos y sesentaiochos mientras pasábamos frente al Monumento a la revolución o al Catedral. Luego en casa confiné a Samantha en mi habitación al fondo de la casa y cuando al día siguiente se fue yo estaba contento por haber sorteado con éxito la visita.
En Plateros, sin muebles ni nada, sólo recibí la visita de una conocida que iba a cortarle las uñas a mi gato Ajax. Acomodé dos botes de pintura y los puse de sillones. Fue espantoso. En el piso dejamos las tazas de café (dos que me habían regalado poco tiempo atrás) y comimos galletas mientras Ajax iba de un lado a otro.
En el primer departamento de Vistas del Maurel no recibí a nadie. (aún no conocía a nadie). Y en el segundo sí cayeron como racimo mucha gente: Minerva y novio, después Minerva sola, seguida por Minerva y Gaby. Elida estuvo una semana. Mi hermano fue cuatro días. Luego Elida, Lacho y una amiga cayeron un fin de semana. Janell y Lila fueron una noche. Miguel Román cayó cuatro días y finalmente fue Ana Mercedes. A esa casa fueron a comer una vez Hernan Quijano, Liliana y Alfredo y después ahi fue la fiesta de bienvenida de Brenda.
Ana llegó con sus copias y sus libros del Colegio de México y cuando se fue, al igual que con las demás visitas, la casa ya no era la misma. Eso me gusta de las visitas. Dejan algo de ellas en casa.
Ahora en el departamento 402 de vistas fue Raúl Silva. Estuvo ahí dos días. Llegó con su batahola de compays y mifriends y de llamadas a Monterrey. Ahora Víctor estuvo a punto de caer en la casa pero me encontré con una negativa de Ana. Al final la entiendo. Esa también es su casa. Así que hoy he mirado mis cuentas. He tomado precauciones y oteado en el horizonte. Este muchacho se va. A buscar casa nueva y sólo para mi.

Tuesday, June 14, 2005

Retratos Familiares

Muy pronto la vida se irá. No es una frase alarmista sino real. Tan sólo este sábado mi hermana cumplió sus 15 años. En el púlpito, mientras ella estaba toda vestida de color y alegre, con su ramos con rosas moradas en la mano, le leí el retrato que escribí de ella para mi libro de Retratos Familiares. Al finalizar, durante la cena sus amigos pasaron en una pantalla una pequeña presentación en Power Point con fotos de ella desde el año de edad hasta los quince años.
Sin embargo, no quiero hablar de mi hermana ahora. Yo tengo y tenía una amiga. Mónica Morales. Con ella descubrí el valor de las tardes afuera de su casa y durante mucho tiempo siempre estuve buscándola. Iba a su casa. La buscaba. No bailé con ella en la graduación por una historia ya muy vieja que no contaré ni fui a su graduación. Una noche la dejé triste en la facultad de arquitectura, otra la vi meterse a la playa en la Barra del Tordo. Con Mónica compartí carreteras y arracheras, risas y cantos en la madrugada.
Ir a Monterrey presupone tener poco tiempo para estar con la gente querida y también presupone tener poco tiempo para solucionar imprevistos. Y si a eso le agregamos la soberbia natural pues las cosas se joden. Estos son los dos retratos que hice de mi hermana y de Mónica para mi libro.
Elda

Mi hermana Elda nació siendo corazón. Algo hay en su mirada y en su andar aletargado que es indispensable para mi familia. Ya sea que la manden a la tienda o que mi tía Martha antes o mi tía María ahora, vaya y la busque para que la acompañe a tiendas y salidas, mi hermana Elda es esa parte que mantiene unida a mi familia ya de por si unida. Siempre se está quejando de sus tareas pero también le gana la risa fácil y tiene una disposición natural para ser buena. Yo lamento muchas veces todo lo que me la estoy perdiendo mientras vivo lejos. Lamento no ver sus chinos que causarían envidia y no ver cuando Ruth y ella, después de un pleito, se van muy juntitas al centro a comprar ropa. Una vez fui a dar una charla a la secundaria donde estuve y donde ella está ahora. Elda se encontraba al fondo del auditorio. Casi al finalizar un muchacho alzó la mano y preguntó: ¿Oye, es cierto que tú eres hermano de Elda Ramos Revillas? Todos los huercos y huercas volvieron a mirarme. No pude aguantar una carcajada y respondí: Sí, ella es mi hermana. Al instante empezó un rumor, una ola de voces que decían: ¡Que se pare! ¡Que se pare! ¡Que se pare! Elda se levantó toda radiante y diva avergonzada. Quiero recordarla así cuando se acomoda los cabellos y desde el fondo del auditorio mira nerviosamente a todos lados y un aplauso salido de no se qué motivo va hasta ella para abrazarla. Yo también le aplaudí. Pero yo sí sabía cuál era el motivo. Era mi corazón que se conectaba con el suyo, era mi sangre que viene de la misma sangre de la de ella la que me impulsaba. Mi hermana nació siendo corazón. Y yo quiero con estas palabras arroparla, atento a su diástole y sístole y saber que está allá en Monterrey o a donde la mande el destino, latiendo acompasadamente e irrigando con su sonrisa las venas de paz de mi familia.
Mónica
Pienso en las palabras amistad y corazón. Una a la otra se entrelazan, se untan, se contraen, palpitan en la hoja de papel. Luego pienso en la palabra Mónica y el triunvirato me manda de inmediato a Monterrey, a una colonia de calles apretadas, a la música norteña que me sabe a corteza de árboles, de hojas cayendo sobre el asfalto. Los ojos de Mónica enamoran pero su sonrisa puede ser desafiante como un toro en un ruedo. Valiente, incisiva, Mónica ha salido de todos los caparazones posibles, de todas los cambios de piel inimaginables para convertirse en una mujer segura de sí misma, alegre. No canta en la ducha pero sé que nada les fascinaría más que estar en un escenario y cantar cualquier cosa. Durante un tiempo fue arquitecta, despachadora en un parque de juegos mecánicos y gracias a todos esos trabajos una ardiente decisión sale por sus ojos, por su boca cuando canta. Mónica no es de las que malgastan lo aprendido. No la vislumbro esperando nada sino avanzando. Una temporada vivió en Vancouver y me mandaba fotos de ella en Wistler y yo al verla ahí, feliz, sonriente con sus amigas japonesas maldecía no poder estar con ella como aquella tarde cuando se quemó la casa de su tía. Así es el afecto: se llena de vacíos e incendios, se puebla de recuerdos. Tal vez por ello es que cuando pienso en ella recuerdo las calles de Monterrey, a ambos camino a casa de ella. Mónica avanza con lentitud y la tarde le besa la boca y las mejillas. Yo a su lado trato de encontrarle el paso mientras la calle palpita al ritmo de una guacharaca cumbianchera y sin saber porqué al verla veo muchas Mónicas, una que entra al mar en la Barra del Tordo, otra que espera en salas de aeropuertos y una más que canta en carreteras desconocidas. Ella es entonces, en ese recuerdo muchas Mónicas. Ella es entonces muchas mujeres pero el mismo afecto para mi.

Tuesday, June 07, 2005

Lo que cuesta

El metro avanza con lentitud. Dentro de los vagones se pasea un calor bochornoso, una estampida de sudores y aire caliente se estaciona dentro del carro. Arriba, apenas salgo, un golpe de fresco y el sonido de la calle me recibe. A Pabellón Polanco, le digo al taxista. Llego al cine donde me veré con Laura y sus compañeros de trabajo y mientras subo por las escaleras eléctricas los veo llegar a paso lento, distraído. La película seleccionada es Golpe Duro: una cinta donde Adam Sandler repite los lugares comunes de los personajes que interpreta: un hombre mediocre pero bueno y que al final será redimido por sus acciones logrando una mediocridad hermosa y sana. Un compañero de Laura dice: Falta una hora para la película, entremos al YAK. Vamos en grupo, perseguidos por el calor que aún a pesar del aire acondicionado del Pabellón logra entrar debilmente a los pasillos.
En el YAK nos atrincheramos en una mesa cerca al sitio donde salen los números en las pelotitas. El juego es simple. Tienes que llenar una línea horizontal. Si la ganas gritas: Línea y al instante un eficiente edecan toma tu papeleta, grita el número de esta y confirma el triunfo mediante una pantalla electrónica. Después de la línea gana el que llene toda la papeleta y grita YAK!!! Fue en el quinto juego donde tocó jugada doble especial. A mi se me tensaban los músculos del brazo mientras iba llenando mi línea. Miré bien y faltaban el 31 y el 11 para completar mi juego. Salió el 31 y mi tensión fue en aumento. Cuando cayó el 11 grité moderadamente: ¡Línea! El edecán se me acercó y tomó la papeleta. Tenémos ganados, papeleta No. 12640. Laura y los demás sonrieron de gusto. Belindia, como le dicen a una compañera de Laura hizo como si me entrevistaran y yo dije que todo se lo debía a mi familia y que el triunfo se lo dedicaba a mis padres. Cuando me trajeron la charola con el premio de 27o pesos me acomodé en la silla a gusto y nerviosmente guardé los billetes en el pantalón.
La película con Sandler fue relativamente buena. Sandler interpreta a un tal Crew que en el pasado jugaba futbol americano y fue expulsado de la NFL por vender un partido. Después de robarse el auto de su novia termina en la cárcel donde, por inverosímiles azares de la vida, termina formando un equipo de desadaptados criminales que formarán un equipo de futbol. Plagada de lugares comunes, desde poner música afroamericana (gracias a Fox decir negros será políticamente incorrecto) y maniquea en todos los sentidos: los criminales son los buenos y los polis los malos; la película muestra el desarrollo del juego y la revelación de que Sandler (Crew) logra finalmente ser redimido de su pasado.
El partido también tiene sus asegunes desde hacer más débiles a unos presos que terminarán por ganar con anotación de último minuto al más puro estilo gol de oro. Sin embargo tiene sus momentos donde sinceramente me reí sin censura. Mean Machine se llama el equipo. Mean Machine.
Cuando salimos de cine un hombre de traje negro casi nos embiste. Lo esquivamos y lo vimos cómo iba corriendo por el pasillo con linterna en mano. ¿Qué pasó? preguntó Laura con ese bien marcado acento de Chihuahua. Quien sabe, le dije. Esperé en el pasillo y cuando el grueso de la gente salió al fondo apareció un señor grande, con bastón, con su esposa al lado e imagino su hijo. Y después apareció el hombre de traje negro, un guardia de seguridad y en medio de los dos un muchacho delgado con camiseta desgastada y pelo lacio que le cubría la frente. Cuando se fueron acercando el muchacho se quejaba y lo fueron a dejar en una mesa del cine. Sentí coraje por el robo pero después cuando sentaron al muchacho en la mesa mi coraje disminuyó. El muchacho abrió la boca, lanzó un gemido entrecortado y esposado, comenzó a llorar. Embarraba el rostro contra la mesa fría. Pensé en Mean Machine y que esa noche el ladrón pasaría en la cárcel y que tal vez de esa noche vendrían más noches y que esas lágrimas se convertirían en la preocupación de la madre del muchacho.
El resto del grupo con el que iba terminó por alcanzarme y salimos del cine. Volví el rostro dos veces y el ladrón seguía llorando con la frente apoyada en la mesa. Mean Machine me dije otra vez. Afuera abordamos dos taxis y nos dirigimos al Hotel Camino Real donde todos ellos se hospedan. A un lado de los elevadores hay una fuente llena de piedras bola y el agua clara y azulada por las luces de neón se contenía mansa hasta los bordes de la fuente. Llevaba 270 pesos arrebatados a la suerte y cuando salí pensé en el muchacho sin condenarlo. Una vida más que esa noche estaría ante la ley. Una vida más que por gusto, afición o necesidad estaría ante la ley para ser juzgado por sus actos. Mean Machine. No creo que haya equipos bonitos de americano en nuestras cárceles.