Sunday, December 30, 2007

Lo mejor del 2007, sin embargo, fue

el día de la boda. Andábamos cansados, estresados, pero ya lo peor había pasado. Es decir, ya habíamos dejado atrás las presiones, comprar la comida para la mini recepción y todo eso. Ya habíamos dicho también el sí acepto y antes de irnos a la fiesta en una casa rentada en el centro de la ciudad, le dije a O que si podíamos ir a ver a mi amigo Rube, que vive a dos cuadras de aquella casa donde sería la fiesta. O me dijo que sí. Rube, desde hace años vive con una extraña enfermedad, una serie de tumores le han infectado la columna vertebral y cada que le quitan uno aparecen varios más.
Camino a la fiesta le dije a O, vamos. Elida y Lacho (que gracias a Dios también sigue con nosotros) estacionaron el coche en la esquina y O bajó haciendo ese alarde propio del vestido blanco. Los vecinos que tomaban el fresco de la noche murmuraron y los dos esperamos frente a la puerta de casa de Rube. Nos abrió la mamá de Rube y rápido nos pasó a la recámara de mi amigo. Estuvimos sólo un rato, platicamos, hicimos las presentaciones formales, contamos un par de chistes. Pero andabámos con prisas. Queríamos llegar al salón y no nos quedamos más tiempo con Rube. Pero sé que estuvo contento con la visita. Ya pensé que no iban a venir, me dijo y nosotros, no cómo crees que no íbamos a venir.
Salimos de nuevo a la noche a las miradas de los vecinos. Creo que durante algún tiempo todos recordaremos el vestido de novia de O en aquella calle sucia. Y Rube, en este casi fin de año nos acordamos de ti. Salud.

Este año

Se nos fue el 2007. Ahora tengo 30 años. Estoy casado.

Friday, December 28, 2007

comida de hospital

De niño me gustaba el olor del desayuno que servían en el hospital. Era casi un momento mágico cuando pasaba el carrito con aquellos atoles, gelatinas y huevos sin sal. Era mágico porque en ese momento desaparecía el otro olor del hospital: a jeringas, cloro, sedantes, el olor a cabellos limpios y ropas mil y un veces lavadas. Por momentos flotaba un aroma particularmente agradable: la comida del hospital. Y miraba entonces a los otros niños, en las otras camas, convalencientes algunos, con suero la mayoría y notaba los rostros felices al devorar aquel huevo o el pan tostado o las gelatinas o el sandwich. Nunca he vuelto a ver tanta felicidad al comer, salvo en aquel evento de APAC donde había la muestra gratis de casi veinte restaurantes y todos nos avalanzábamos sobre el sushi o el pozole o frente al mouse de guayaba o hacíamos filas frente a los mazapanes Toledo.
Hoy en la mañana me vino de nuevo aquel olor de comida recien calentada y pude revivir otra vez los pasillos aclorados, el calor tenue, aquellos pisos de mosaico blanco pero con viejas marcas de suciedad. La comida del hospital era para nosotros, los niños, un momento feliz. Luego pude andar en otras salas del mismo y comprobé la tristeza, apuro o ansiedad con el que comían los adultos, tal vez conscientes de la enfermedad, digerían a medias su comida. Al volver al pabellón infantil, en cambio, qué felicidad aquellas tostadas, las gelatinas casi cristalizadas.

Monday, December 24, 2007

Burbuja azul

Esta es la primer navidad que paso en el Distrito Federal desde que llegué. Los años anteriores, cada que se acercaba la fecha navideña empezaba también esa extraña sensación y comenzón del viaje. Hacer las maletas. Volver a Monterrey. Afincar la tradición, volver con los amigos. Decir salud rápidamente.
Pero este año no. Este año no nos movimos. Varios amigos se fueron. Tomaron sus familias y volvieron al norte. ¿Algún día volveremos al norte? Pasaremos una navidad sencilla. Cocinaré algo fácil, pero nos reíremos en nuestra soledad, en el calor de nuestra sábanas. Es curioso no ir a Monterrey.
Es curioso un 24 de diciembre cuando sales del cine y ya están todos los negocios cerrados. Una chica oriental mira un programa chino en un televisor y los subtítulos de la película viene también en chino o mandarín o cantonés, vaya uno a saber. Y hace frío. En una tienda una mujer regaña a una de sus hijas mayores. Hay en el rostro de la mujer un espíritu nada navideño. Vas a cenar y te encierras a dormir, regaña la mujer a su hija.
Y vemos Seinfield. O graba su mensaje de saludos en su celular nuevo. Yo me pondré a cocinar, después intentaré leer algo.
Y a dormir. No sé dónde habrá más fiesta: si en nuestra sencilla tranquilidad o en el estruendo ebrio, cumbiero o amargoso de allá afuera. Por este día estoy contento con mi burbuja azul.
Que la pasen bien todos ustedes, que han llegado hasta aquí.

Friday, December 21, 2007

Ah, la ilusión

Ahora que es lugar común hablar pestes de la navidad recuerdo que de niño no había nada mejor que el 25 de diciembre. Me levantaba muy tarde y tenía el permiso de poner el nintendo todo el tiempo que quisiera mientras mi madre recalentaba los tamales o los frijoles a la charra (o frijoles charros, como sea). Y después nos íbamos con mis primos Héctor y Pepe a jugar futbol en la calle y el frío nos quemaba las mejillas y se nos metía en la boca como un puño helado. Sólo entonces volvíamos a jugar al nintendo, al Duck Hunt, al Contra o los ya indispensables videojuegos de futbol.
Luego las cosas fueron cambiando lentamente, pero mi sensación de ese tipo de navidad no ha desaparecido. Yo sí quiero mentirles a mi hijos con eso de Santa Clos y hacer la alaraca de la cena. Y llevarlos al cine un 25 de diciembre a ver cualquier película, cobijados en el olor a mantequilla de las palomitas y volver a casa ha comer el recalentado. Sin duda es más fácil recuperar la ilusión cuando la viviste con intensidad durante la infancia. Sin duda.

Monday, December 17, 2007

El constructor de bicicletas

Mi abuelo Eugenio construía bicicletas. Compraba las piezas en los mercados de viejo o los viejos mercados de herramientas que se ponían por la antigua vía a Tampico y volvía a casa con mazos oxidados, llantas carcomidas por el desuso, aros y manubrios de diversas modelos y cadenas urgidas de engrasar. Y de todo ello mi abuelo lograba extraer algo bello o al menos algo decente para que nosotros, la prole de nietos, pudiera pasar al menos un verano libre de largas caminatas pero feliz con el aire sobre el cabello al descender en una bicicleta por alguna de las no pocas pendientes de la colonia.
Las bicicletas de mi abuelo eran raras. Tenía pesados manubrios que casi no lograban sostenerse sobre ruedas diminutas, cuadros de bicicletas de montaña que encajaban en ruedas de bicicleta de carreras o en en ruedas diminutas. Un asiento de bicicleta de cartero terminaba en una bicicleta con alma de deportiva. Pero todas funcionaban a la perfección y mi abuelo era un genio para colocar frenos de cadena.
Después de terminada la bicicleta venía lo mejor. Ir a tunearla con el vendedor de parches, calcomanías, aritos y estelas para los aros de las ruedas. Allá íbamos con la bicicleta recién salida de la fábrica a comprarle calcomanías flourescentes, adornos de plástico, espejos laterales, lucecitas rojas o portavasos de aluminio. Ya con la rila lista nos sentíamos los amos del camino. Tomábamos entonces hasta los confines de la colonia, nos íbamos más allá de la vía a Tampico o a las extrañas colonias más allá de la vía a Tampico y Churubusco. Íbamos los cuatro o cinco más un vecino hasta aquellos trazos irregulares de la colonia Reforma más allá de Félix U. Gómez.
Nos quedábamos allá toda la tarde del sábado o entre semana, comiendo gansitos y coca, viendo a la gente, las construcciones que nada tenían que ver con nuestra colonia, pasando lento frente a las otras escuelas de donde salían el griterio a la hora del receso o la soledad de los patios grandes si la visita era el fin de semana.
Un buen día mi abuelo dejó de hacer bicicletas. Un mal día mi abuelo murió. No sé qué le pasó a esas bicicletas amorfas de mi infancia, mis bicicletas frankensteins, como las apodamos por lo estridente de los colores que le cargábamos, por la forma tan dispar o asimétrica que tenían. No sé qué le pasó a las bicicletas, tal vez se destruyeron por el óxido, no lo sé, pero cada que veo una nueva, de fábrica, cromada, con esa pulcritud de la fabricación en serie me deprimo un poco e imagino que no será lo mismo al bajar por ellas en una pendiente tal vez por que la ilusión ha desaparecido o porque el miedo de que la frankenstein se destruya a mitad del vuelo no está en la sangre. Ha de ser distinto, me digo y al instante vuelvo a mi infancia, a las calles nuevas de las colonias distantes, al amoroso cuidado y lentitud de las manos de mi abuelo. Que quieren. Ando cursi.

Wednesday, December 12, 2007

No viaje

En esta temporada los amigos viajan. Yo no. En esta temporada la gente anda desesperada con las compras navideñas. Yo no. Tengo casi cinco meses sin escribir y eso me altera. Me incomoda. Me pone de mal humor, como si en estos meses sólo estuviera perdiendo el tiempo. Tienes que dejar de escribir, me dijeron unos amigos hace rato, para que te encuentres con otro lenguaje. Lee, me aconsejaron. Pero tampoco tengo ganas de leer. Claro, en estos meses he leído: La muerte de Artemio Cruz, Gringo Viejo, Niño Rico, Niño Listo, Historias de éxito, La llave de Sarah, Corazones ensangrentados, Itinerario de una pasión, los amores de mi general; Columbus, La montaña de las mariposas, El arte en la ejecución de los negocios y no una vez, sino hasta tres veces cada uno, pero eso no tiene chiste. Y si bien he aprendido cuestiones estilísticas de cada uno de los autores de estos libros, no es lo mismo. Es como si sintiera que se me viene en la vida unos meses de completa inmovilidad aunque claro, siga e intente moverme. Es como un stop a fuerzas. No tengo ganas de ver a los amigos, no les escribo correos como solía hacerlo antes, ya no ando buscando restaurantes buenos para comer ni siquiera ando buscando chambitas de free lance como antes. (bueno, me recomendaron para un escribir un libro sobre muebles contemporáneos) Estoy en stand by. No viaje. No cosas nuevas. Al menos tengo que escribirlo. Sí me desespera no ponerme a escribir, quiero hacerlo pero algo me lo impide. Dice Pessoa en el Libro de la incertidumbre algo así como: soy en buena medida lo que escribo, en cada punto y coma me visto". Ando desnudo, pienso entonces. Desnudo de comas, de puntos, de historias. Sólo traigo la mirada extraviada y aburrida del sobrio.

Monday, December 10, 2007

Zapatos 1

Siempre me averguenzo al momento de que compro zapatos. Me da cosa mostrarlos al público, así, tan gastados. De niño, sólo me compraban zapatos nuevos cuando los viejos ya estaban muy muy comidos. No había dinero para más. Y yo era una lumbre, decía mi tía Martha, te acabas todo muy pronto. Luego íbamos a la zapatería, Zapaterías Pingo, recuerdo bien el nombre y ahí mirábamos el escaparate mi hermano Jorge y yo mientras mamá hacía cuentas de dinero. Siempre compramos zapatos negros. No había para más. Un zapato negro que combinara con todo: el pantalón de la primaria, el pantalón del fin de semana para la iglesia, incluso para correr y jugar futbol. Recuerdo claramente cómo el sol iluminaba aquellas estanterías repletas de zapatos negros. Y luego entrábamos y a mí me daba una vergüenza tremenda mostrar mis zapatos raídos a la dependienta. Era reconocer desde ya la pobreza o la pobreza que hay en todas nuestras cosas aunque queramos esconderlas con cierto decoro. Antes era pandillero, le dije una vez a un reportero, aunque ahora quiero ser catrín, pero no olvido de donde vengo. Y a mí me avergonzaba, mucho, mostrar esos zapatos viejos. Lo mejor del asunto era volver a casa estrenando zapatos. A las tres cuadras aquello ya era un festín para las ampollas, pero mi madre apuraba más el paso para regresar a casa. Qué espanto cuando salíamos de zapaterias Pingo para ir a comprar el mandado a Soriana. A medio camino me quitaba los nuevos y ah... me ponía los viejos y era como sentir un frescor inédito, un aire helado en esos zapatos que me refrescaba los pies, esos zapatos ya sueltos por el uso, vencidos por el paso. Por eso hoy que fui a comprar zapatos nuevos no pude más que recordar aquellas verguenzas. Yo era niño entonces y volví a ser niño hoy al esconder mis zapatos bajo una silla para que nadie los viera. Es la vergüenza de la infancia lo mismo que nos persigue de adultos. No escapamos a ella.
Pero ya tengo zapatos nuevos. Son blancos como hielo.
El viernes pasaron a los cubículos las chicas encargadas de la decoración navideña en la editorial. Iban, bueno, con sus atavíos verdes, rojos, rimbombantes, con esferas casi sicodélicas en delicadas bolsas de plástico. Llegaban frente a una puerta, le daban a un clavo con un martillo y colgaban un mono de nieve, un santoclós o un reno de peluche. Todas las puertas tuvieron su adorno, todas, menos una. El diseñador en jefe espetó un sólido: "a mí no me gusta la navidad", refunfuñó no sé qué amarguras sobre la época y las chicas se alejaron, solícitas con su navidad a otra parte. Todas las puertas quedaron engalanadas, todas menos esa.
Que a la gente no le guste la navidad es ya lugar común. Que la navidad puede ser una de las épocas más vacías y hasta hipócritas también. En una época no lo fue. La navidad era la esperanza, la ilusión, el engaño feliz. Había qué comprarse juguetes, comer golosinas, llenarse la panza de menudo o tamales. Había qué quedarse a dormir en la casa de la abuela o del abuelo o de los primos o de los tíos. Y todos ahí juntos, en la oscuridad, contaban chistes o cuentos de terror mientras uno o unos, tanteaban en la oscuridad aquellos juguetes recién regalados, tanteándolos como si fueran a desaparecer en la duermevela.
La navidad era la época de los grandes descubrimientos. Incluso los adultos sonreían, bebían, jugaban. Pero luego uno crece. Luego uno ve todo lo que se oculta tras esas sonrisas, bebidas y comilonas lezamianas. Luego uno permite esos cambios, se da cuenta de lo terrible del mundo, se enfría el corazón, se amaina el fuego de la inocencia y aparecen junto con la navidad esa soledad tan temida, ese: "a mí no me gusta la navidad". Y quedan nuestras puertas vacías, carentes de esa ilusión pero a salvo de la vanidad o la hipocrecía, según sea el caso.
Como sea el mundo es terrible. Como sea nos devoran las bestias de la amargura, el spleen o el hambre. Como sea. Como sea. Eso es inevitable. Pero nada malo hay en recordar en esos señuelos algo de lo que sí pudo o puede ser. Uno tiene que aprender a vivir dentro de la oscuridad del bosque, a ver en esos pequeños sueñuelos, lucecitas o migajas el mundo que se nos fue, pero el mundo que siempre podemos recobrar, aunque la navidad nos amargue por hoy, nuevamente.

Friday, December 07, 2007

Gruppie

Aquellos tacos me cayeron mal, pero al menos me había vengado de Siboldi. No hacía ni una semana que lo había perseguido afuera del estadio Universitario, yendo tras su autógrafo. Y Siboldi se dio sus aires de grandeza. Fue deferente con la mirada, con la actitud, con los gestos mientras su pesada mochila azul se bamboleaba tras su hombro. Al final le grité: en el libro, en el libro. Fue entonces que se detuvo, alzó la mano pidiendo una pluma y firmó: Siboldi. Todos mis amigos se rieron de mí (además, soy un sujeto que se presta para que se burlen de él) y luego nos enfilamos de regreso a la facultad.
Pero una semana después, ahí estábamos de nuevo en los tacos, comiendo unos de deshebrada, barbacoa y chicharrón prensado en salsa verde (nada qué ver con el chicharron de papel que venden en los puestos de guisados en el D.F.) cuando vimos a Siboldi comer en una esquina del local, casi con el mismo pants azul de la vez anterior. Y nos reímos. Claro. Nos reímos mucho, de él, de mí, de la escena de ir tras un autógrafo (con eso de que dicen que ando por la vida buscando autógrados de escritores). Muy pronto Siboldi, el portero de los tigres, el afamado portero de los tigres de la UANL dejó de comer y se nos quedó mirando.
Nosotros: callados.
Pero nos ganó la risa de nuevo y Siboldi, no sé si andaba enojado, pero se levantó y se acercó a nosotros.
-Pues qué se traen... no puedo ni comer en paz.
-Es que... -alcancé a responder pero me aguantaba la risa y los nervios- quiero ver si me da un autógrafo, en el libro y saqué a las prisas un libro de Hermeneútica.
Siboldi no dijo nada. Era alto, una jirafa, era y ha sido el gran portero de los tigres, el mítico Siboldi.
-No dejan ni comer -sentenció y le entregué el libro y volvió a firmar un escueto, Siboldi.
Regresó a su mesa pero ya no pudo comer y termino yéndose. Nosotros, cagados de la risa. Esa noche una amiga terminó en el hospital por esos tacos y yo, bueno... digamos que tengo muchos anticuerpos en mi intestino.
Lo malo es que perdí mis autógrafos de Siboldi, el mítico Dante Siboldi, el cancerbero de los tigres, de quien fui gruppie por una vez.

Los nuevos

Ayer vi a los nuevos en un evento literario. Imposible no reconocerlos, llegaron en bolita, felices, a un mundo donde se saben que pertenecen. Escucharon las lecturas con atención, brindaron felices, bebieron, sonrieron. Me recordaron algunas escenas de aquella vieja película de "El primer año del resto de nustras vidas." Fue imposible no compararlos con mis viejos amigos cuando también en bolita íbamos a alguna lectura donde alguno de nosotros leería. Es muy bonito ser los nuevos, sentir esa aceptación por uno mismo, esa camaradería entre los pares. Al verlos me sentí un poco viejo, aunque no han pasado ni dos meses que salí de ese lugar. Sí, me sentí un poco viejo, como si esos dos años hubieran sido hace mucho tiempo y ya me hubiera casado, tenido hijos y más...
... esperen... ya me casé.

Wednesday, December 05, 2007

Y se fue

Ayer hubo fiesta sorpresa en la oficina porque alguien se iba, bueno, ese alguien es ÉL ALGUIEN. Yo sólo miraba la emoción en la gente, los rictus de nerviosismo para que el alguien no se enterara. Habría mariachi, bebida, comida, departir con los compañeros de la oficina, etcétera. Y la gente estaba, sí, desquiciada. Hacían planes para irse en el carro de tal o cual compañero. Vaya, era como si ellos se fueran a festejar.
Como yo apenas y tengo un par de meses y ya, no fui. Me parecía ilógico ir a despedir a alguien con quien ni trato tuve. Acaso dos holas en dos meses y listo. Pero lo que me sorprendió es que todo mundo compartía una felicidad que casi rayaba en la ansiedad y de la ansiedad, en lo ridículo. Una chica que parece niña daba saltitos y alzaba las manitas como si quisiera alzar el vuelo mientras corría para alcanzar el coche que la llevaría a la fiesta. Un editor decía en voz alta: ya me voy, ya me voy, ya me voy.
Yo miraba todo con duda. Dudo de las emociones festivas desbocadas. Imagino que algo no tan agradable tienen en el fondo, una falsedad cálida, pero falsa al mismo tiempo. No es lo mismo con las fiestas de los amigos, pero... en la oficina....????
El caso es que ÉL ALGUIEN se va. Sin conocerlo ni nada, que le vaya muy bien. Con seguridad me lo seguiré topando o sabiendo de él en los años que vienen.

Tuesday, December 04, 2007

Elida y Lacho

Elida es mi amiga. Lacho también. A Elida la conocí en las aulas de FFyL. A Lacho, una noche de fiesta en un antro en San Nicolás de los Garza. Con Elida y Lacho he pasado momentos muy padres. Una vez madrugamos en la Huasteca. Un loco había metido su camioneta al cauce del río y patinaba las llantas y todo el cañón sabía a piedras. Luego, ya de regreso a la ciudad, mientras Elida vomitaba, Lacho y yo comíamos tacos de Felix U Gómez y Madero.
Lacho es muy juguetón. Tiene la capacidad de hacer reir a la gente. Sólo ayer, Elida me dijo que dijo: Me van a sacar el diablo. Y Elida sonrió, creo, al oírlo. Lacho come mucho. Bueno, hemos ido de visita a los tacos de barbacoa en la alameda y una vez llegamos a unas carnitas en el mercado de la bola en el D.F. También fuimos al Chupacabras, antes de que los cambiaran al descubrirles no sé qué tantos microbios en las salsas.
El día de la boda, como bailamos y comos nos reímos. Lacho estaba tome y tome fotos. Traía una camisa blanca con un estampado de smoking bajo el traje. Hemos antreado por el barrio Antiguo, qué más...
Lacho. Horacio. Definitivamente, Horacio es mi amigo, como lo es Elida. Hoy sólo puedo pensar en eso: en mis amigos. Para mí eso importa mucho, esa palabra. Lamentablemente la ofrezco con mucha facilidad a desconocidos o conocidos y luego me entero de chismes, rumores o puñaladas por la espalda. Pero Horacio es mi amigo. Horacio, mi amigo. Sé que leerás esto pronto. Lo sé. Hoy duermes, pero despertarás para leer esto. Lo sé.