Wednesday, February 28, 2007

Me dice Geney que deberíamos de tallerear mi blog, que por eso no avanzo en la novela. Y sonríe. Y se va. Tal vez tiene razón. Aunque hace mucho que no escribo en el blog. En realidad, hace mucho que no "escribo", y lo pongo entre comillas aunque tal vez debería de ponerlo en mayúsculas. Siempre, desde que tengo noción, he querido ser escritor. No sé muy bien qué sea eso, ni si lo he logrado. Dicen que sí. Algunos eso dicen. Yo no lo creo. Pero llega un punto, en el que de una forma u otra, no me satisface nada. Pienso que hay más originalidad en ser taxista. Hoy tuve un deseo insospechado por ser taxista. Pensé, ok, es un trabajo difícil, los roban cada tres días, pero ha de ser padre ser taxista sin pensar que soy taxista porque no me quedó de otra. Me imaginé como un buen taxista, que no altera el taxímetro, que tiene una buena conversación, que sabe chistes o cuenta historias. No sé. Ahorita, quiero vomitar.

Friday, February 23, 2007

Minería

Gracias a la Fería del libro del Palacio de Minería fue que vine por primera vez a la ciudad de México. Como buen encargado de la bodega y de la venta de libros, fue casi obligación que asistiera a la FIL del 2000, cuando Nuevo León fue estado invitado. Aún recuerdo el viaje, porque además, nunca había viajado en avión. Apenas aterrizamos en el aeropuerto y ya camino a la banda de equipaje, Víctor Hurtado, quien iba muy orondo y tranquilo, me dijo: bienvenido a la ciudad de México. Son palabras que no olvidaré. Después, tomamos un largo trayecto por circuito interior donde las fachadas de las casas, el denso tráfico, y el metro terrestre eran una sorpresa a cada instante.
Comimos en el fish, después fuimos a casa de una amiga de Víctor. Más noche al hotel Parque Ensenada en Alvaro Obregón: para mí, el d.F. está intimamente ligado con esa calle y con la sorpresa monumental cuando vi por primera vez el MUNAL y el Palacio de Minería. La fería, por lo demás, fue caótico, exhaustiva y nocturna. Me pasaba la mitad del tiempo atendiendo el stand al que llegaban regios en el exilio defeño y nos compraban libros y más libros. Después, vagabundeada entre los stands para ver si encontraba algún libro o me salía a comer a La Opera.
Fueron once días de correr a la bodega, poner libros, vender más, organizar un par de presentaciones de libros de autores regiomontanos.
Al final de la jornada sólo quería ir al hotel y dormir. El último día estabamos muy cansados Víctor y yo. Comimos pizza en un lugar en Motolinía, después compramos dulces en La Dulcería Celaya. El desmonte del stand fue caótico, diablitos de un lado a otro, cajas por todas partes: las bodegas de la FIL atiborradas, camiones y camionetas de mensajería en todos los carriles de Tacuba. Al regresar tenía esa extraña duda, ese juego en la boca que me hizo decirle a Víctor: ya verás, que en unos cinco años me vengo a vivir al D.F. Se lo dije con toda la inocencia cno la que externamos nuestras esperanzas. No había pasado ni año y media de tal sentencia cuando ya me había venido a vivir acá. Han pasado cinco años desde entonces y sigo pensando que pronto, muy pronto, me voy a ir.

Thursday, February 22, 2007

FICCO cucarachilla.

Nunca había ido a una inauguración de nada. Mis pretextos eran muchos: la gente, el glamour que no poseo, el snobismo a todo lo que da. Pero ayer, O me animó a ir a la inauguración del FICCO en el Cinemex de plaza Antara, en Polanco. Al llegar había una alfombra roja por la que pasaba en ese momento un par de viejitos que no reconocí. Adentro, en los amplios espacios de la plaza, estupendamente diseñados, aplauso a los arquitectos, se movía demasiada gente con bebidas en las manos y charlas que iba entre los óscares, que uno había visto a Gael García o bien, que "alguien" le iba a enseñar a otro "alguien" a escribir su guión cinematográfico.
Yo iba con el presentimiento de que, a pesar de que esta ciudad tiene 20 millones de habitantes, con toda seguridad me iba a encontrar a conocidos. O y yo fuimos por unas bebidas y comenzamos a caminar entre las principesas y principesos, entre intelectuales y edecanes que camiban con apuro o charlaban entre las mesas cuando escuché el primer Toño de la noche. Si había una persona a quien no pensaba ver precisamente ahí, en el FICCO de Polanco, era a Oscar Dávid López. Nos saludos efusivamente y más tarde llegó Tellez Pons y luego, más tarde, apareció Ira y su novio.
¿Dónde terminó la noche? No fue en la majestuosa sala de plaza Antara, (diseñada, insisto, para hacerte olvidar que estás en el Distrito Federal). No terminó en algún lugar de moda, ni en un bar preciosista. No. Terminamos en unas quesadillas a un costado del metro insurgentes, Oscar poniendo canciones de Lupita D`alessio y todos comiendo quesadillas de hongos con queso o de bisteck. En una mesa de al lado comía un grupo de cuatro mujeres con la marca indeleble de la ceniza en la frente, en una esquina un par de jóvenes bebían y bebían mientras les lanzaban miradas de reojo a la amiga de Oscar y a O. Yo estaba serenamente sosegado. Comía, me reía, le hacíamos bromas al resto de los comensales. Cosas mínimas. Cuando salimos, pensé que en ese momento eramos un mercado nada objetivo para el FICCO. Es decir, el FICCO no está diseñado para la gente que come quesadillas en el metro Insurgentes o afuera del Metro Constitución de 1917. El FICCO, qué cosa tan naif. Ya nos habíamos despedido de Oscar y cia cuando pensé en realidad cómo se llamaba el lugar al que habíamos ido a comer quesadillas. Las cartas decían: "Quesadillas la Cuchara", pero en el cartel en la pared, con letras redondas y rojas, decía: "Quesadillas La cucarachilla." No importaba. El mundo, como dice Ciro Alegría, es ancho y ajeno.

Wednesday, February 14, 2007

Aviones

Hace mucho que no voy al aeropuerto a ver la llegada y despegue de los aviones. He ido para viajar pero no para ver. En mis primeros meses en la ciudad de México, y dada la cercanía de mi casa con el internacional Benito Juárez, me daba por irme a sentar en unas bancas que estaban contiguas a la barda del aeropuerto y desde ahí miraba partir los aviones. Escuchaba el sonido áspero de los motores y las reacciones de las llantas al caer pesadamente en la pista. Y veía a los mecánicos y los condutores de camionetas donde iban las provisiones para los pasajeros. Yo era feliz viendo los aviones. Me recordaban y recuerdan mucho, un poema del poeta brasileño, Bandeira, que dice: "todas las mañanas, el aeropuerto de enfrente me da lecciones para partir." Por eso iba al aeropuerto: para recordarme que yo ya había partido. Y tal vez por eso no voy ultimamente mucho, a ver los aviones: porque sé que la partida es lejana, pero también por que intuyo que no todas las partidas son de ciudad o de personas, sino también, de estilos de vida. Uno deja de ser, en determinado momento, lo que siempre pensó que sería. Y se acomoda bien a las otras circunstancias de la vida. Pero no he ido a los aeropuertos. Aún no he sentido de nuevo, el consuelo firme de los aviones.

Thursday, February 08, 2007

Renovaciones

Me miré al espejo y no me gustó lo que encontré. No hablo de fealdad, claro. Pero me miré al espejoe y me dije: qué me está pasando. Siempre he aparentado menos edad de la que tengo. Alguna vez una chica de 21 años me invitó a tomar algo y ya en la plática, me preguntó cuantos años tenía. Le dije que 26 (mi edad en aquella ocasión). La chica se sorprendió. A partir de ahí todo fue en picada. Claro. Ella sí se veía de 21 pero ni hablar. Aunque no hablo de la edad. O me dice que últimamente me nota cambiado. Tú nunca habías dado una clase en sudadera. Tú nunca habrías ido a la fundación en pants y sudadera de correr. Y tiene razón. Algo me empezó a ocurrir sin que me percatara: empezó a darme ese dejo de la edad, ese dejo que no importa como te vistas, importan otras cosas pero comencé a dejar de ser yo. Y luego O apuntó a mi panza. Ok. Sï, he engordado. Pero incluso antes me preocupaba mi peso. Hoy no. Pero en la mañana, antes de ir a recoger unos papeles, me miré al espejo y me vi la barba mal rasurada. La última vez que la tuve así, descuidada, libre, casi inmoral, fue hace más de tres años. Y me miré al espejo. Es increíble cuando vemos nuestro rostro con una pizca de sorpresa.
Últimamente he estado muy aturdido. Escribir me agota. Me agota tener que demostrar a los otros que sí sé escribir. A veces este lugar sólo es eso: demostrarle a los otros lo bueno que eres. Y eso agota. O bien: demostrarle a los otros que te vale escribir pero aquí estás y que todo tu ego se basa, no sé, en otras cosas. Pero mi miré al espejo. Y no sé porqué, pero empecé a rasurarme. Disfruté rasurarme. Aún dejé algo de barba pero quité todo lo estaba fuera de sitio. Y anduve, he andado, todo el día con una pizca de tranquilidad. Después de recoger los papeles me metí al cine. Fui al Cinemex del World Trade Center, uno que me trae muchos recuerdos de días lluviosos, amigas y depresiones. Hacía mucho que no iba. Disfruté sentarme a mis anchas en una sala vacía (fui a la función de las diez y media de la mañana). Cuando salí pensé que debía de empezar a escribir una novelita juvenil, de ciencia ficción. ALgo que siempre he querido. Y luego, pensé en que uno de mis temas siempre ha sido la infancia. En fin. Llegué aquí y no he dejado de escribir desde la tarde hasta ahorita. Y todo el origen ha sido muy raro: sólo de mirarme con detenimiento frente al espejo. A veces la imagen que reflejamos es el click que se necesita.

Tuesday, February 06, 2007

Ixtapan

El sol. Siento el sol levemente en la nuca cuando bajo en la central de autobuses de Ixtapan. Una mujer vende tortas en los andenes y cuando salgo de la central, camino a la presidencia municipal de la ciudad, el aire fresco, el aroma a leña y hierba recién cortada me dicen que finalmente estaré en un sitio parecido al paraíso. Y no me equivoco. En la presidencia me recibe Víctor, el encargado de cultura de Ixtapan y rápido me instala en la casa de huéspedes Kassandra.
Ixtapan está enclavado en un cerro y para llegar a la presidencia hay que subir la cuesta. En la parte alta se erige una iglesia con muros blancos y puntas sobre sus techos, puntas que parecen las picas o estacas para defenderse del cielo. A las cuatro de la tarde es la primera reunión con alumnos de la escuela anexa a la normal. Víctor se ve un poco intranquilo pero conforme llegan los muchachos se relaja. Rodolfo, maestro de una secundaria y hermano de Víctor, también espera con sus alumnos en la entrada de la presidencia. Estoy emocionado, sorprendido. En la pared, en un cartelón de hielo seco, han escrito mi nombre y el de "Dejaré esta calle" con letras unicel coloreadas en verde.
La presentación inicia con tartamudeas. De inicio no sé ni qué decir. Me da cosa saber que, algo de lo que yo diga, puede servirle a los maestros y alumnos de la secundaria pero al rato la charla se encauza por un buen momento. Los maestros me preguntan, leo un par de cuentos, Yassir, el director de cultura y deporte, toma fotos, se sienta a un lado mío, después se va. Estoy contento. Me emociona mucho cuando una señora dice que entre ella y su hija leyeron el libro y me comenta las conclusiones a las que llegaron. Es increíble. Sólo imaginar que algo que yo escribí sirvió para una tarde madre-hija me pone los pelos de punta de felicidad.
Al terminar casi no queda tiempo para ir a la casa de huéspedes, cambiarme y dirigirme al café 1910 donde será la presentación en forma. Ahí encuentro a Óscar. Es delgado, monero, con una barba hirsuta. Fuma junto con Víctor quien bebe una michelada. Poco a poco se congrega la gente: pintores de Ixtapan, maestros jubilados, unos jóvenes. Óscar lee su presentación. Ya no quise incomodarlo, pero su presentación ha sido una de las que más me han gustado. Al terminar, José Antonio, un chico pintor, me regala su cuadro expuesto en la presidencia. No sé ni qué decir.
Más tarde bamos a Totonico (¿lo escribí bien?) a ver la feria. Quisiera que O estuviera ahí, conmigo, pero se quedó en el d.f. Avanzamos entre la gente. Nos abrimos paso entre los vendores de pan, de dulces y películas piratas. Óscar avanza al frente y Víctor tras de mí. Hace rato cenamos un pozole y enmoladas deliciosas en el negocio de Rodolfo. Al volver a Ixtapan me siento cansado.
Es sábado. Son las siete. A las once debo de dar clases en la ciudad de México pero eso no impide que me sambuya un poco en las aguas tibias del balneario municipal. El agua me pega en la espalda y más tarde, me hundo en la fosa termal de Ixtapan. El agua sabe a sal, a cobre. Víctor me deja más tarde en la central de autobuses e inicio mi vuelta al d.f. cargado de dulces, mezcal y los buenos recuerdos que, son, al final de cosas, lo único que nos salvarán de una vejez ineludible y que, estoy seguro, se vivirá al doble al recordarla.