Ayer llegó el libro Paso de días por correo. En la portada se ven dos pies y en la contra frases proverbiales de Hugo Valdés que siempre le salen muy bien. Encima del texto introductorio se ve al autor, Rubén Soto, en más de cinco fotografías, todas ellas diferentes. Me sé la dedicatoria del libro porque se me quedó grabada desde hace más de cinco años cuando la vi por primera vez. Dice: "a mi tío esta novela avuncular". La recuerdo muy bien por la palabra avuncular.
Después viene la dedicatoria para mí: "Para Toño, por el recuerdo de esos viejos tiempos y esas viejas pedas".
Claro, esos viejos tiempos.
El taller de novela El panteón, albergó durante mucho tiempo a cinco de los mejores narradores regiomontanos de estos días. Me sé casi todas las historias de cómo se fue formando el panteón, porque ellos mismos me lo contaron en algunas de las borracheras en la casa de Padre Mier donde se reunían por 1998. Al final, lo que importa, es que el grupo quedó formado por Hugo Valdés, Eduardo Parra, David Toscana, Ramón López Castro y Rubén Soto.
Ellos se pusieron a escribir y se pusieron a criticarse entre sí y así fueron saliendo una a una las novelas y cuentos que, gustenle o no a mucha gente, han sido un hito en la historia de la literatura regiomontana. El crimen de la calle de Aramberri, Los límites de la noche, Soldados de la incertidumbre y la muy traducida Estación Tula, vieron su crecimiento en esas paredes de las casas de Padre Mier o en la Diego de Montemayor, de donde los corrieron aquel día cuando quemaron los borradores de sus obras y llegaron los bomberos.
Así, también, comenzaron a llegar las becas, los premios, los reconocimientos y el grupo de El Panteón despuntó de entre los otros porque fueron los primeros después de una larga sequía, en publicar en las editoriales del Distrito Federal y mantenerse ahí.
Luego Ramón se fue a vivir a la ciudad de México y yo escuché por primera vez el nombre de El Panteón de boca de Eduardo Parra, con quien tomaba un taller en la casa de la cultura de Monterrey desde 1996. Sabía que muchos querían entrar al Panteón, por el simple hecho de que era una garantía, hasta cierto punto, establecer relaciones con otros escritores y acceder a un prestigio de ser parte del El Panteón. (Me sé de memoria los nombres de esos escritores rechazados, incluso de los expulsados, porque hubo expulsados).
Todavía recuerdo con claridad esa noche en la casa de Padre Mier cuando me invitaron a formar parte del grupo. Ellos ya eran El panteón y yo los admiraba a mis 20 años (y los sigo admirando, me sorprende los caminos que han tomado, lo lejos andan ya de esa casa en Padre Mier). Cada uno se presentó pero a mí, me dio curiosidad cuando Rubén Soto dijo su nombre. Él no parecía un escritor como los otros, es decir, estaba y le interesaba un comino conocer a otros, salir publicado, ser entrevistado, etcétera. Me sentí seguro con él mientras los demás hablaban y hablaban y hablaban sobre otros amigos escritores, becas obtenidas, encuentros internacionales a los que iban, etcétera. Pero en la mansa tranquilidad de Rubén Soto yo había plantado mis tiendas.
Anécdotas hay muchas pero recuerdo una, cuando Chipinque se incendiaba y estábamos en el techo viendo las mechas de fuego en el cerro. El aire nos llegaba caliente. En el borde de la casa, Parra y Toscana platicaban sus planes de conquistar el mundo (poco a poco lo han hecho) mientras Hugo y Rube y yo estábamos junto a una fogata que habíamos prendido en el techo. Luego pasaron muchas cosas y el Panteón, como se conocía, dejó de ser una noche en una cantina, mientras Toscana y yo esperábamos a Felipe Montes, a quién habían admitido meses antes. Eran ya como las doce y Felipe no llegaba. Parra ya vivía en el d.f. Rube andaba buscando otras cosas, Hugo andaba absorto también en otras ideas. Toscana dijo: si a las doce no llega, esto se acaba. ¿Cómo que se acaba? Sí, se acaba el panteón, dejamos de juntarnos cada miércoles. A esta hora estaría escribiéndo y no esperando a nadie. A mi me daba cosa terminar así pero lo acepté. También estaba cansado. Habían sido tres años de vivir en el remolino (Ya verás, esto es un remolino, me dijo Parra la noche que me aceptaron.) A las doce Felipe no llegó y con esa plantada el panteón desapareció como reunión, más no como unidad.
All my friends, era nuestro grito de batalla. Ahora que leo el libro de Rubén Soto, largamente esperado, me acuerdo de ese grito. Y como bien lo dice en la dedicatoria, me acuerdo de esos viejos tiempos y esas borracheras.
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3 comments:
Me gusto mucho esta cronica muy interesante de verdad gracias por compartirla saludos¡¡¡
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