Monday, July 18, 2005

Sierra

El carro avanzó en la oscuridad y cuando se detuvo mi tío Roberto le preguntó a un hombre cómo se llegaba a San Miguel de los Altos. El ranchero estaba ahi nada más bajo un techo con varios perros al lado. Se levantó, se acercó a nosotros y nos dijo que había que seguir el camino, subir un cerro, bajar de él y luego el sendero se volvía dos y había qué tomar por la izquierda. Luego dijo que si queríamos nos podía mostrar el camino. Mi tío dijo que sí y el hombre se trepó al galaxy y se sentó adelante. Olía a palma y sudor y el olor impregnó el coche. Yo iba atrás con mi tía Conchis. Por la ventana no se veía más que maizales y el ladrido lejano de unos perros. El camino, en realidad una brecha que se iba irregular entre las cercas de alambre, había empezado desde un entronque con Mazapil y lo habíamos tomado ya de noche, después de detenernos en una gasolinera. Íbamos a San Miguel el Alto al sepelio de Jorge y Rebeca, dos amigos de mis tíos quienes se habían matado en un codo de la carretera. Ese miercoles era el cuarto día desde su muerte y mis tíos lo único que querían era llegar.
El ranchero nos dijo que esos caminos eran muy peligrosos porque todos los rancheros dormían con la escopeta a la mano y pa pronto, apenas escuchan un ruido, lanzaban a los perros y disparaban. A veces volvía el rostro para ver a mi tí que se hacía pequeñita en la noche. Nos dejó en el entronque y cuando bajó oí el ladrar de sus perros. Nos habían seguido todo el camino. A lo lejos vimos una lucecita blanca que parecía empotrada en el cielo. Cuando nos fuimos acercando en caminos que no recuerdo la luz se fue haciendo más y más cercana y cuando llegamos a ella nos descubrimos dentro de un pueblo, frente a una iglesia. Toda la noche ladraron los perros y en la madrugada oí el rumor de cencerros y luego, cuando bajé a orinar sin alejarme del galaxy sentí el aliento tibio de los animales y un aroma acedo de boñigas, piel y babas.
Cuando clareó preguntamos por la casa de los Hernández y nos dieron santo y seña. Llegamos y ellos se pusieron muy contentos. A Jorge y Rebeca los habían enterrado la tarde anterior. En el cuartito donde los velaron había una cruz de cal y veladoras en las esquinas. Luego pasamos a desayunar. Nos hicieron unos huevos revueltos, frijoles, queso, tortillas gruesas y rajas de chile güero.
En un cuarto había sillas de montar y las toqué. Eran hermosas y el Sr. Hernandez me dijo que él se dedicaba a hacer y vender sillas. Nunca he aprendido cómo se llaman las partes que componen una silla de montar pero esas eran hermosas. Abandonamos el pueblo al mediodía. Habíamos hecho un viaje de casi doce horas para estar a lo sumo cuatro en esa casa. Cuando volvimos a tomar la carretera pasamos por la curva donde se mataron Jorge y su hermana. Se habían quedado sin frenos y luego, vimos la sierra de donde bajaba el camino y más allá sólo un horizonte azulado, casi blanco que nunca más verían Jorge y su hermana cuando fueran a visitar a sus papás. Luego, seguimos hasta Fresnillo y de ahí rumbo a Saltillo.

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