Saturday, January 10, 2009

En Venado

Siempre me han gustado las mañanas frescas, las que tienen una sensación casi helada que te abraza el cuerpo mientras recorres un patio. Mañanas así he tenido pocas, porque el aire frío de Monterrey cuando es frío no se anda con contemplaciones y ahora, el aire del D.F. es apenas frío, apenas tibio. De las mañanas a las que me refiero son aquellas en las que viene no sólo la temperatura al encuentro con uno, sino también los olores y los ruidos. De las pocas que he sentido así fueron en Venado San Luis Potosí, donde está el ombligo de mi familia. Habíamos ido a visitar a una tía y su hija. Cuando íbamos nos dejaban siempre unas camas altas y mullidas con cabecera de barrotes de latón. Me gustaba mucho desyunar en esa casa y contemplaba con gusto la forma como la tía encendía la estufa de carbón. Buscaba de entre las cenizas alguna pequeña braza y al hallarla le soplaba despacito mientras iba colocando un poco más de carbón o papel. Al poco tiempo ya estaba listo el fuego y mi tía dejaba caer encima una parrill negra a causa del uso y encima ponía los sartenes de peltre descascarados por todas partes y echaba a sofreír los huevos con una jugosa salsa verde. Había en esa casa una pequeña troje con piso de tierra y en el que se amontonaban carbón, un cuadro de alguna bicicleta infantil de mi prima y curiosamente, también juegos de mesa que mi tío le había comprado a mi prima en sus no pocas estancias en Monterrey. Y el patio, el patio era lo mejor, bardeado, con dos solares, uno lleno de flores cuyo nombre y cuya memoria no me alcanzan para dilucidar y árboles rodeados por breves caminos de adoquines. En el solar contiguo el jardín había sido tomado por la naturaleza y crecían aquí y allá berbechos, mezquites, ralos árbustos resecos, nopaleras dispersas y al fondo, creando una valla de la que no me animé a cruzar, había una hilera de cactáceas tan verdes que estallaban y coronadas por espinas en todas partes. De la nada, estar en ese patio, no este último, sino el primero, mientras veía a mi prima vender leña a un vecino, resultaba una experiencia de paz con el frío que barría los adoquines, el olor de los huevos que salía de la cocina y el zumbido de algunas abejas. La mañana estaba clara. El sol aún no se veía sobre nuestras cabezas y por entre la puerta entreabierta del otro solar se alcanzaba a ver la valla de nopaleras. Y yo me metía a la cocina donde ya me esperaba mi abuela y mi tía con los demás. Ahorita tengo cayéndose en mi boca la sensación calientes y gorda de las tortillas al comerlas.

1 comment:

I.Trejo said...

me hiciste recordar lapsos de mi infancia.

un abrazo toño