Tuesday, November 22, 2005

Cómprame estas naranjas para mi consolación

Trabajaba entonces en el Conarte, ya en los últimos meses. Y estaba enojado, fastidiado porque todos se iban y yo me quedaba. Tal vez, enojado por no saber a dónde irme. Salía de casa al filo de las ocho y media y me bajaba en Juárez y Reforma para tomar el ruta 1. Así había sido durante casi año, año y medio, dos años tal vez. Luego cambié mis rutinas y seguía en el ruta 127 hasta el cruce de Juárez con Padre Mier y de ahi tomaba un taxi hasta las oficinas del Consejo para la Cultura de Nuevo León ubicadas en el cerro del Obispado.
Una mañana cuando el camión se detuvo en un rojo vi en la banqueta frente al Colegio Civil a un anciano. Encorvado, pequeño, estaba sentado sobre un pequeño taburete y vendía naranjas con chile y limón. Las naranjas estaban en un cajón sobre una patineta y dentro del cajón había muy pocas, cinco, siete acaso. Luego el camión partió y me quedé pensando cuánta ganancia podría sacarle alguien a siete naranjas. He imaginé la mañana del anciano, su lento despertar, la mirada de reojo hacia el cajón en la oscuridad con las seis o siete naranjas dormidas. Y la idea de cuánto podía ganar alguien con siete naranjas se me quedó muy grabada.
Así pasaron los días pero nunca le compré naranjas. Nunca me bajé del camión. Nunca. Luego me fui de Monterrey pero cuando al año y medio volví por motivos ajenos a naranjas, pasé de nuevo frente al colegio civil y me encontré al viejito con su caja de naranjas, las mismas siete u ocho en el cajón. Pasé de largo pero no pude dar más pasos. Me detuve, volví y le pregunté al anciano cuánto costaban las naranjas. Alzó el rostro y me dijo: a cinco. Conté el dinero en el pantalón y le dice: deme todas.
No puedo olvidar la felicidad en el rostro del anciano, la mano temblorosa, la voz que recobró una chispa de algo. ¿Las quiere con chilito?, me preguntó. Asentí. El anciano hundió el cuchillo y las naranjas soltaron su jugo que desfilaron por el filo del cuchillo hasta caer, nerviosas y gordas sobre la banqueta. Tomé todas las naranjas. Pagué cuarenta pesos y las metí en una bolsa. ¿Qué habrá hecho el anciano con cuarenta pesos en sus manos? No lo sé. Pero yo seguí por la banqueta con las naranjas copeteadas de chilito y cuando llegué a la biblioteca, donde me esperaba un grupo de amigos y amigas, volaron las naranjas mientras caminábamos por la Macroplaza, ahora, rumbo al coche de una de ellas.
Hace falta pensar en lo mínimo para no marearse con lo grande.

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