Tuesday, November 29, 2005

Estrellita del Norte al Oriente.

Mi abuelo tomaba pulque. Cuando iba a Venado regresaba con garrafas con pulque y yo las miraba helarse en el refrigerador. Luego, el viejo se iba al mercado a comprar fresas, guayabas o manzana y cuando volvía metía todo eso en la licuadora y hacía un curado. Se tomaba de dos tragos. Afuera hacía calor. Uno de esos que entraba hasta el calor de la cocina y te hacía sudar. Y yo miraba el pulque, la garganta que se inflaba o desinflaba por el líquido que bajaba por ella.
Mi abuelo también vendía periódicos. A veces, cuando perdió la primer batalla contra el alcohol, de la entrega de periódicos se iba a las cantinas y sacarlo se volvía algo imposible. Una vez lo vi ahí adentro, sentado en la barra, la mirada perdida pero aún en ese estado musitaba canciones norteñas.
Y entonces aparecieron las canciones norteñas. Era ese golpe del acordeón, ese sonsonete de la guitarra, el tun tun latigueado del tololoche, el rasgueo medio fino del violín. Cuando se compró una radio para su carro se compró muchos casetes. Ahí escuché unas canciones terribles de padres borrachos que por borrachos perdían a sus hijas y otras muy ardidas pero machas como La carta que te mandé que dice:"si tu cariño perdí qué gano con llorar." O unas más raras y a propósito del día internacional de la mujer: "Me he de robar esa yegua, no importa que sea casada."
Ahí, en el pulque, en las canciones norteñas, en los llanos donde se jugaba al futbol me hice de la idea de un ser norteño que luego perdí. Por eso ahorita que escucho Estrellita del Norte al Oriente me acuerdo, me acuerdo.
Y que bueno ser del Norte

Wednesday, November 23, 2005

Los pequeños dueños

Salí tarde de la Fundación después del taller de Orlando y de corregir algunos textos. Don Ciri me abrió la puerta y dijo: "¿hace frío, verdad?" Y miré al cielo, no sé porqué, y le dije: "Sí, ya se vino el frío". Iba con una chamarra que no protege mucho así que metí las manos en las bolsas y avancé a paso lento por esas calles de la colonia Juárez que huelen a colonia vieja. Traía hambre. Eso era muy cierto. Casi no había logrado comer nada sustancioso, como decía mi abuelo cuando se iba a tomar un pulque: "deme algo sustancioso", decía y le traían un curado de guayaba o de tuna.

Crucé la avenida Chapultepec y me dirigí a un puesto de tacos al que me he hecho aficionado. Para mi sorpresa había cuatro hombres cenando. Uno era chaparro, llevaba un traje de esos de mal gusto y bajo él, un sueter. El otro, medio gordo, blanco, con lentes, llevaba una gran chamarra negra con el logo de Televisa. Los otros dos brillaban por su grisura. Les calculé unos cuarenta años, o acercándose a los cuarenta años. Y el aire helado pegaba sobre el puesto pero de la plancha salía un vapor que se abría paso entre las rachas y me llegaba tibio a la nariz.
-¿Entonces qué? -preguntó el del traje- ¿quién se va a meter con Sandrita?
Lo dijo así, entre las mordidas de sus compañeros a sus tacos.
-Yo paso -respondió el gordo.
-uh... chale, por eso te deja tu mujer y se lleva a tus hijos -respondió el del traje.
-Oye ¿y qué? ¿Va a haber chupe? -dijo uno de los grises-. Porque si no hay chupe yo no voy o me llevo mi botellota de Appletón a la fiesta.
-A huevo que va a haber chupe, pero llévatela. Yo siempre tengo una en mi locker. Lo mejor es el Torles, pero el appleton aguanta.
-quiero pedir vacaciones, el 28 -dijo otro y el del traje contestó.
-pídelas ya, porque Susana va a pedir ese día y se lo van a dar.
-Oh... a esa siempre le dan los días que quiere.
-Estarás de acuerdo conmigo que es mujer... y pues, ya sabes las movidas que tiene.

Siguieron hablando del trabajo, de las botellas, de las veces que han llegado borrachos a las cabinas de Televisa. Hablaron de los mejores congales y salones de salsa del centro histórico y de lo bien que sabe la Appleton. Tiraron mierda contra sus jefes, se cabulearon, se alabaron por ser bien chingones y de cuando en cuando maldecían a las mujeres por arribistas en el lugar, añorando esos tiempos donde en Televisa sólo mandaban los hombres. Yo nada más los miraba y hasta el hambre se me quitó.
-¿Tonces quién se tira a Sandrita? Ya le sabe y dice que su marido ni se entera.
-Yo ya le hice ahí -dijo el del traje- y no hay falla.
El gordo, el de la chamarra con el logo de televisa, negó.
-Yo paso.
-Pinche gordo, por eso te deja tu mujer. Si quieres en navidad te vienes a mi casa para que no estes tan solo.
Y miré al gordo quien se puso rojo y espetó un: cabrón, eso dices y luego andas, como siempre, traicionándonos para quedarte con unas migajitas. Cuando llegó la hora de pagar, el del traje de mal gusto extendió un billete de doscientos pesos. "Cóbrese", le ordenó a la señora. Uno de los hombres grises dijo: "de una vez todo, ¿no, mi Mike?" Mike, que se limpiaba los dientes con un palillo negó con la cabeza. "No, nada más los míos".
Y se fueron los cuatro en la noche, con el frío. Oí sus risas en la calle. Se sentían los dueños de la noche con sus mini tranzas, sus familias dejadas, sus aventuras con casadas en el jale, se sentían los dueños de la noche mientras echaban pestes de sus jefes a los que, al verlos, reverenciaban.
-¿Ya no va a querer otro, joven? -me preguntó la señora. Le dije que no. Luego regresé al frío y cuando iba a entrar al metro volví a verlos, detenidos junto a un puesto de peliculas pirata. Regateaban el precio de un vcd. Y sólo pensé: qué cabrones.

Tuesday, November 22, 2005

Cómprame estas naranjas para mi consolación

Trabajaba entonces en el Conarte, ya en los últimos meses. Y estaba enojado, fastidiado porque todos se iban y yo me quedaba. Tal vez, enojado por no saber a dónde irme. Salía de casa al filo de las ocho y media y me bajaba en Juárez y Reforma para tomar el ruta 1. Así había sido durante casi año, año y medio, dos años tal vez. Luego cambié mis rutinas y seguía en el ruta 127 hasta el cruce de Juárez con Padre Mier y de ahi tomaba un taxi hasta las oficinas del Consejo para la Cultura de Nuevo León ubicadas en el cerro del Obispado.
Una mañana cuando el camión se detuvo en un rojo vi en la banqueta frente al Colegio Civil a un anciano. Encorvado, pequeño, estaba sentado sobre un pequeño taburete y vendía naranjas con chile y limón. Las naranjas estaban en un cajón sobre una patineta y dentro del cajón había muy pocas, cinco, siete acaso. Luego el camión partió y me quedé pensando cuánta ganancia podría sacarle alguien a siete naranjas. He imaginé la mañana del anciano, su lento despertar, la mirada de reojo hacia el cajón en la oscuridad con las seis o siete naranjas dormidas. Y la idea de cuánto podía ganar alguien con siete naranjas se me quedó muy grabada.
Así pasaron los días pero nunca le compré naranjas. Nunca me bajé del camión. Nunca. Luego me fui de Monterrey pero cuando al año y medio volví por motivos ajenos a naranjas, pasé de nuevo frente al colegio civil y me encontré al viejito con su caja de naranjas, las mismas siete u ocho en el cajón. Pasé de largo pero no pude dar más pasos. Me detuve, volví y le pregunté al anciano cuánto costaban las naranjas. Alzó el rostro y me dijo: a cinco. Conté el dinero en el pantalón y le dice: deme todas.
No puedo olvidar la felicidad en el rostro del anciano, la mano temblorosa, la voz que recobró una chispa de algo. ¿Las quiere con chilito?, me preguntó. Asentí. El anciano hundió el cuchillo y las naranjas soltaron su jugo que desfilaron por el filo del cuchillo hasta caer, nerviosas y gordas sobre la banqueta. Tomé todas las naranjas. Pagué cuarenta pesos y las metí en una bolsa. ¿Qué habrá hecho el anciano con cuarenta pesos en sus manos? No lo sé. Pero yo seguí por la banqueta con las naranjas copeteadas de chilito y cuando llegué a la biblioteca, donde me esperaba un grupo de amigos y amigas, volaron las naranjas mientras caminábamos por la Macroplaza, ahora, rumbo al coche de una de ellas.
Hace falta pensar en lo mínimo para no marearse con lo grande.

Thursday, November 17, 2005

A whiter shade of Pale

La primera vez que escuché A whiter sade of Pale de Procul Harum no supe qué decía ni qué significaba. Sigo sin saberlo. La escuché en la camioneta de Guillermo, el muchacho más inteligente de la preparatoria Siete Oriente, allá por los noventa y cuatro del siglo pasado. Guillermo era alto, grande, macizo como un toro. Usaba unos lentes negros de pasta y un bigotillo vergonzoso dudaba entre salirle o no. Íbamos entonces hacia el recreativo de ¿Hylsa? ¿Vitro? a una comida. En la camioneta iba Mónica, Aneida y Ángel y cuando llegamos al estacionamiento y la música seguía le pedí a Guillermo que no apagara la radio. Quería escuchar bien bien la música. La letra no me importaba, pero algo en esa música me adormecía los nervios y me hacía pensar en una nostalgia que no sabía de donde llegaba, ni con qué heraldos se presentaba, victoriosa o no, en mi alma.
Y Guillermo me hizo caso. Mantuvo el motor de su camioneta encendido mientras salía las tonadas de Procul Harum. ¿Sabía yo que A whiter sade of Pale se llamaba A whiter sade of Pale? No. ¿Sabía que quien la cantaba era un tal Procul Harum o un grupo llamado Procul Harum? No. Pero la canción me gustaba.
A veces, pasado el tiempo, mientras escuchaba por estereo siete el programa de Beatles forever, antes o después del programa, tocaban a whiter y yo me emocionaba porque solo en esos momentos era posible que la escuchara. A veces, también, en un intento por saber de quién era esa canción, tarareaba las notas a conocidos quienes sé, son unos expertos musicales pero, o mi tarareo era muy malo o mis amigos no eran tan expertos como yo pensaba. Así la canción se me fue olvidando, sin saber qué decía. Mi terquedad para no aprender inglés le da un caracter de nubosidad a toda esa cultura.
Y la canción me gusta ahora porque me hace recordar esa tarde que fuimos a Vitro a asar hamburguesas y carne asada. Antonio, su novia, Mónica, Ángel, Aneida, Dora, Miguel y Fabian además de Guillermo y yo, jugamos toda la mañana al futbol, a las damas chinas, comimos, nos reímos. Caminamos hasta el gimnasio y rentamos una mesa de ping pong y veíamos a los que entraban a la alberca. Cuando salimos seguía un sol rabioso. Teníamos apenas dos semanas de habernos graduado de la preparatoria y A whiter sade of Pale era como un buen pretexto para recordar solo un momento.
¿Quiero saber qué dice en realidad la canción? No. He formado mis letras para esa tonada. Le he dado mis metáforas y aunque sé que distan mucho de lo que debe de decir no me importa. Ahorita la estoy escuchando después de una larga temporada de no oírla y escucho al motor de la camioneta de Guillermo y veo a Mónica y Aneida que caminan hacia la palapa donde el asador está listo y todos los demás nos esperan.

Friday, November 11, 2005

De un mail para Ana

Vivo en la oscuridad.
Cuando llego ya es de noche. Cuando salgo de la casa a la oficina aún respira la madrugada. Los policias de la unidad comienzan a desperezarse después de una vigilia helada y sólo la luz de la caseta de taxis parlotea en la negrura. El camino a la oficina es rápido. Los policias del edificio de zafiro, su masa cuadrada y azul dentro en lo oscuro, vive en silencio a esas horas de la mañana. Murmuro un buenos días que apenas recibe respuesta y subo por el elevador los nueve pisos.
En el piso donde está la oficina, los dos policias que cuidan, cabecean, sentados en las sillas. Hoy descubrí a uno acostado bajo los escritorios, con un petate hecho del cartón de las cajas de la computadora. Uno de ellos es un excelente papirofléxico. Hace cuadros, cabezas, estrellas de mar, estilizadas y barrocas flores. Nunca lo he encontrado haciendo nada pero hay mañanas cuando la recepción amanece erizada de papel de colores con formas caprichosas.
Luego, el día se me va en el trabajo, cotejar textos, escribir pies de fotografías, huir al mediodía e a la fundación donde el policia de don Ciri siempre abre la puerta con amabilidad, a diferencia de otro, chaparro, mal encarado, que ahuyenta incluso los buenos deseos. Ahi veo a Alfonso, a Claudia, a Edith, al maestro Langagne a veces. Me pongo a escribir en una sala medio oscura, con una luz blanca que apenas ilumina el monitor de mi computadora.
Lo bueno es que hoy es viernes y podré, hacer al distinto. El fin de semana aparece como un gran barco blanco sin nada ni nadie con quien estar.
Es excelente.

Monday, November 07, 2005

Una de Aguascalientes

Que no pare nunca la música, gritó Claudia y seguimos bailando, sin saber de la noche que estaba allá afuera pero también dentro, oscura, como un ojo medio cerrado. Que no pare nunca la música, gritó Claudia otra vez aunque sabíamos que iba a parar en algún momento. Ya la tarde se nos había ido en recorrer Aguascalientes una y otra vez desde una parte de la catedral hasta la iglesia, luego a bajar a los estacionamientos. Hicimos fila para que nos leyeran la mano y nos echaran el tarot y la mujer nos habló de felicidades, de viajes y finales felices. Y Claudia solamente me miraba y asentía porque ansiaba, como todos, un final feliz, que las cosas salgan como uno quiere y no tener que llorar ni sufrir de mas, sino nada más tantito. Desear que, porqué no, ser felices sin saber de cosas que no se podían dar.
Y cuando nos levantamos de con la señora y volvimos a recorrer la plaza donde un tiempo atrás éramos tres, Claudia simplemente me abrazó y dijo que era bonita la tarde. Y lo era. El sol se había olvidado de guiños y llenaba de color la calle: brillaba el rosa de las paredes de cantera, brillaban los rojos labios de la guera Rodriguez y el verde lleno de los árboles y el amarillo era un incadescencia en el cruce de peatones. El sol sacaba color a la fachada azul de los bancos y la pintura negra de las bancas. Y nosotros íbamos de una color deslavado de mezclilla y Claudia de tristezas.
No había pasado ni dos horas que habíamos estado en el cementerio de vagones de ferrocarril en Encarnación de Díaz. Habíamos subido a la frialdad del vagón de correos a tomar unas cervezas, comer papas y ver desde ahí, apenas como un recorte, las sierras enanas donde se veía un árbol. Y ahi en los vagones, después de decir salud, Claudia había llorado y yo nada más la abracé, porque es lo único que vale la pena hacer. Traigo un fantasma de sacerdote, maestro y figura de confort que no me puedo quitar.
Y regresamos a Aguascalientes, a que la mujer no leyera la mano. Luego fuimos por Sigfredo. Lo subimos al coche. Compramos cervezas en la distribuidora de Modelo y nos encaminamos a casa de ¿Claudia? En el patio, al fondo había un corral con cuatro borregos, el piso con hojas de elote, crepitaba el fuego y en una parrilla se asaban las carnes. Comimos chiles rellenos de queso, salchichas para asar, carne crujiente, quesadillas que al moderla dejaban salir el queso derretido como cera.
Más noche lloró Claudia ante el silencio imcomprensible de Sigfredo, ante mis recuerdos de aquella mañana, camino a Guadalajara, cuando los tres trepábamos al cementerio de vagones de ferrocarril y , en una de las paredes del vagón de correos, escribimos:
"Siendo el día 29 de diciembre de 2001, los aqui presentes, damos por fundada la villa de Solidaridad de Santa Juana, que tiene por medidas dieciocho vagones de ferrocarriles nacionales que han de fungir como casas, correos, habitaciones, cantinas, prostíbulos y panteones".
Y bajamos felices de pasar del papel, de la historia de mi novela que no termina por ser escrita, a la realidad. Ahi quedaba Solidaridad de Santa Juana en esos vagones de Ercarnación de Díaz. Eso recordé. Luego cantamos, nos abrazamos todos. Cada media hora iba un hermano de Claudia para decirme que era bienvenido en la casa. Que un amigo de Claudia era como un hermano para ellos. Emprendimos el viaje de regreso Sig, Claudia y yo. En casa apagamos todas las luces y comenzamos a bailar, nos tomamos de las manos y no dejamos de bailar, en una danza que no tenía compás ni estructura. Así en la noche mientras Mano Chao gritaba desde las bocinas. Que no acabe la música gritó Claudia en un momento. pero hacía tiempo que la consola estaba apagada y estamos los tres, tirados en el sillón, viendo como en la casa de enfrente parpadeaba una luz. Parpadeó otro rato y finalmente se apagó.

Friday, November 04, 2005

Calaverita

ILCE. Heydi. Día de muertos. Heydi se propuso, como siempre lo hace, sorprendernos, e hizo una mini ofrenda en su escritorio. Todos colaboramos de una u otra forma. Hubo calacas de chocolate con nuestros nombres, chocorroles que pasaron por ataudes, fotos de Jim Morrison, una que otra flor de cempazuchil y por su puesto, calaveritas. A mi me dieron dos. Sólo escribo la segunda. La otra es muy larga.


Estaba Antonio
sentado en su sillón
corrigiendo los textos de una lección
cuando la muerte lo sorprendió:
"Vámonos Jesús Antonio
te esperamos en el panteón
tus amigos de la biblioteca
para ofrecerte un pachangón".
Antonio emocionado se preparó
panes de muerto compró
y hasta con un cabrito se mochó
Pero la muerto lo traicionó
y su tumba cabó.
La muerte carcajéandose a Antonio le gritó:
"por ingenuo la huesuda te llevó".