Tuesday, November 28, 2006

Pista de carreras

Daniel es chofer en Conaculta. Es moreno, algo chaparro y ayer me llevó a Toluca a presentar el libro. En el camino hablamos de Fidel Castro, del anarquismo y casi llegando a la ciudad empezamos a hablar de comida, de la clave de las enchiladas de Patzcuaro y cómo hacen en casa de él las Corundas y los Uchepos. Daniel ha llevado a un sin fin de escritores de aeropuertos a hoteles, de hoteles a centros de convención y de una ciudad a otra. Una vez, me cuenta, se perdió en Cuernavaca mientras llevaba nada más y nada menos que a un Premio Nobel. La gente miraba el coche lujoso, al distinguido pasajero y Daniel nada más miraba a los alrededores con la mirada nerviosa, las manos sudorosas y el aliento frío frío.
Pero las más, ha llevado autores mexicanos que se la pasan hablando de libros, mujeres, libros, mujeres, viajes, etcétera y él escucha atento. Ha de ser cansado llevar escritores, ¿no? le pregunto consciente de lo mamones que pueden ser. Pero me acordé mientras íbamos casi entrando a Toluca de la vez que yo serví de chofer de escritores. Íbamos en una van. Llevaba a los escritores, Juan Madrid, R.H. Moreno Durán, Parra, a David Toscana y otro cuyo nombre no recuerdo, a una comida en el interior de la Fundidora. Llegué a un tramo donde iniciaba la pista de carreras donde en una par de semanas se correría la primera fecha del Monterrey Grand Prix.
La pista nos dejaba justo un lado del jardín donde sería la comida. El recorrido oficial dejaba a los escritores como a trescientos metros de distancia. Y yo iba en la van, bien contento al volante mientras atrás, los escritores, platicaban de libros, de chismes literarios. Yo me sentí parte de la literatura, una forma de adhesión bastante rara y se me hizo fácil. Claro, se me hizo fácil y con todo y van me metí a la pista de carreras.
¿Oye y se puede ir por aquí? me preguntó R.H. Y yo, sí, sí se puede. ¿Oye, pero seguro que no hay problemas? insistió mientras el resto de los literatos se callaba. Y yo, sí, sí se puede, además, así los dejo bien cerquita. Y volvieron a platicar. Yo iba bien contento en la primera curva, después tomé una recta, después otra curva y ahí salieron las patrullas. Aluzaban las torretas. Los escritores saltaron de sus asientos. Un oficial se acercó y me pidió mi credencial, le dije que llevaba a los escritores a una cena, que era el camino más corto, el oficial ni me miró, habló por el walkman. Al rato apareció otra patrulla y todos nerfiosos. Madrid, Parra, Toscana intentaron abogar por mí que nada más seguía nervioso. Le mostré mi gafete del conarte, pero nada. No sé qué dijo R.H. que al final el oficial dijo: está bien, pero nosotros los escoltaremos para que se pase. Y nos escoltaron.
Iba una patrulla adelante, otra atrás. Dejé a los escritores quienes bajaron con una sonrisa y yo con otra nerviosa les decía adiós. Y pensé, yo que quería darme toda la vuelta. De regreso me sentía bien custodiado. Pasamos las curvas y ya me dejaron ir a estacionarme. Medio me temblaban las piernas y cuando llegué a la cena me tomé varios tequilas pero también estaba muy contento. Supe lo que era conducir en la pista del Monterrey Grand Prix antes de que pasaran los bólidos de la serie Cart a más de 300 kilómetros por hora.
Y así que como ve, le terminé de contar a Daniel ya en el centro de Toluca. Nada más se sonrió porque otra vez, se había perdido al dar una vuelta en donde no debía ser. No, pues está muy padre, me dijo. Y atrás de nosotros quedaba la catedral de Toluca tan plana, tan cuadrada pero imponente.

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