Tuesday, November 28, 2006

El libro blanco

Mucho tiempo estuve esperando este libro blanco. Hoy llegó. Este libro ya era libro desde enero pero es hasta noviembre, casi diciembre, que me llega. Ahora ya tengo tres libros: uno negro, uno rojo y ahora uno blanco. El negro cuenta historias diversas, el rojo habla sobre mi colonia, este blanco, habla sobre mí. Ayer me preguntaban en Toluca qué aportaciones tenía un libro que habla sobre el amor, la muerte, la escritura y el cuerpo. Me quedé pensando un rato y me pregunté si en realidad, escribía para aportar algo. O si se escribe para tener aportaciones en la literatura. Blanca, la reportera, seguía con la grabadora en mano y no sabía qué responderle: un libro blanco no tiene ninguna aportación pero empecé a decirle los poemas y los epigramas de ese libro y me dijo: ok, ya entendí de qué aportación se trata. Yo sólo tengo mucha felicidad por tener un tercer libro que esperaba desde antes, incluso, de tener un segundo libro, que es Dejaré esta calle.
Necrologías habla sobre la muerte, mi muerte, habla sobre la vejez, mi vejez, habla sobre el deseo y el amor, mi deseo y mi amor. Entonces, es un libro poco interesante pero, como le decía hoy a Edgar, el editor de la Universidad de Guanajuato, es un libro en el que, si uno se descuida, le puede decir algo. Ya tengo mi libro blanco, mi esperado libro blanco y como no puedo subir una foto, subo tres textos.
Ayer descubrí ancianos a mis padres. Los vi con sus años amontonados, el cansancio vasto en ojos donde había más, calina que nada. Me acordé de ellos en su juventud, cuando salían rodeados de hijos pequeños que aún de lejos los buscaban en la banca del parque o en el pasillo del supermercado. Los recordé jóvenes con tanta vida por delante. Por eso, al descubrirlos así tuve una tristeza malsana por tanta vida extinta, por tanta vida que también a mí se me había perdido en un volver el rostro y descubrirlos con tanta vejez compartida, tanta.
Me sorprende mucho aquellos que dicen: «Yo soy escritor. Yo manejo el lenguaje. Yo intento escribir cosas distintas, sacar las palabras de la vieja tradición y mostrar el dolor humano y salir en entrevistas y que se diga de mí que manejo la palabra como si fuera un artesano.» Me sorprende su decisión y que anden por el mundo con el estigma del creador.

Bien por ellos.
A mí me aterra.
Observo el video donde muestran cómo asesinaron a un sicario de Los Zetas.
—¿Y tú qué, güey? —le pregunta el asesino a uno que estaba al final de la fila, hinchados los párpados por los golpes, atadas las manos, la frente arrugada por el miedo. Se escucha cómo cortan cartucho. El hombre mira el cañón de la pistola y cómo ésta se recarga en su sien. Sus ojos son dos llamas trémulas de miedo. Después suena el disparo. No puedo olvidar los ojos abiertos, el cuerpo que se desmorona con lentitud mientras resbala sobre una bolsa negra. La sangre mana de la nuca y corre densa y tibia por el hombro.
—¿Y tú qué, güey?
Ha de ser terrible escuchar en la vida esas últimas palabras.

Pista de carreras

Daniel es chofer en Conaculta. Es moreno, algo chaparro y ayer me llevó a Toluca a presentar el libro. En el camino hablamos de Fidel Castro, del anarquismo y casi llegando a la ciudad empezamos a hablar de comida, de la clave de las enchiladas de Patzcuaro y cómo hacen en casa de él las Corundas y los Uchepos. Daniel ha llevado a un sin fin de escritores de aeropuertos a hoteles, de hoteles a centros de convención y de una ciudad a otra. Una vez, me cuenta, se perdió en Cuernavaca mientras llevaba nada más y nada menos que a un Premio Nobel. La gente miraba el coche lujoso, al distinguido pasajero y Daniel nada más miraba a los alrededores con la mirada nerviosa, las manos sudorosas y el aliento frío frío.
Pero las más, ha llevado autores mexicanos que se la pasan hablando de libros, mujeres, libros, mujeres, viajes, etcétera y él escucha atento. Ha de ser cansado llevar escritores, ¿no? le pregunto consciente de lo mamones que pueden ser. Pero me acordé mientras íbamos casi entrando a Toluca de la vez que yo serví de chofer de escritores. Íbamos en una van. Llevaba a los escritores, Juan Madrid, R.H. Moreno Durán, Parra, a David Toscana y otro cuyo nombre no recuerdo, a una comida en el interior de la Fundidora. Llegué a un tramo donde iniciaba la pista de carreras donde en una par de semanas se correría la primera fecha del Monterrey Grand Prix.
La pista nos dejaba justo un lado del jardín donde sería la comida. El recorrido oficial dejaba a los escritores como a trescientos metros de distancia. Y yo iba en la van, bien contento al volante mientras atrás, los escritores, platicaban de libros, de chismes literarios. Yo me sentí parte de la literatura, una forma de adhesión bastante rara y se me hizo fácil. Claro, se me hizo fácil y con todo y van me metí a la pista de carreras.
¿Oye y se puede ir por aquí? me preguntó R.H. Y yo, sí, sí se puede. ¿Oye, pero seguro que no hay problemas? insistió mientras el resto de los literatos se callaba. Y yo, sí, sí se puede, además, así los dejo bien cerquita. Y volvieron a platicar. Yo iba bien contento en la primera curva, después tomé una recta, después otra curva y ahí salieron las patrullas. Aluzaban las torretas. Los escritores saltaron de sus asientos. Un oficial se acercó y me pidió mi credencial, le dije que llevaba a los escritores a una cena, que era el camino más corto, el oficial ni me miró, habló por el walkman. Al rato apareció otra patrulla y todos nerfiosos. Madrid, Parra, Toscana intentaron abogar por mí que nada más seguía nervioso. Le mostré mi gafete del conarte, pero nada. No sé qué dijo R.H. que al final el oficial dijo: está bien, pero nosotros los escoltaremos para que se pase. Y nos escoltaron.
Iba una patrulla adelante, otra atrás. Dejé a los escritores quienes bajaron con una sonrisa y yo con otra nerviosa les decía adiós. Y pensé, yo que quería darme toda la vuelta. De regreso me sentía bien custodiado. Pasamos las curvas y ya me dejaron ir a estacionarme. Medio me temblaban las piernas y cuando llegué a la cena me tomé varios tequilas pero también estaba muy contento. Supe lo que era conducir en la pista del Monterrey Grand Prix antes de que pasaran los bólidos de la serie Cart a más de 300 kilómetros por hora.
Y así que como ve, le terminé de contar a Daniel ya en el centro de Toluca. Nada más se sonrió porque otra vez, se había perdido al dar una vuelta en donde no debía ser. No, pues está muy padre, me dijo. Y atrás de nosotros quedaba la catedral de Toluca tan plana, tan cuadrada pero imponente.

Tuesday, November 21, 2006

Siglo XXI

Carmen tiene cáncer en el colon y hace un año los médicos la dieron por desahuciada. Pero Carmen y su esposo Ruben se aferraron, se aguantaron, les dijeron que no. Las cuatro noches que Carmen agonizó en el hospital, me dice Ruben, me puse a escribir y escribí todo lo que la quería y todo el enojo que iba a tener si se moría. Y lo dijo aún con dolor, recargando el dolor o el recuerdo en las palabras. Yo miré nada más a Carmen quien me sonreía desde la cama. Ahorita, me dice Ruben, le quitaron casi ocho metros de intestino grueso y todavía no oye muy bien, de un oído perdió todo la capacidad y del otro oye muy poco. Así que me inclino a ella para pedirle que me platique algo, lo que quiera. Cuéntame un recuerdo bonito, le digo y los ojos de Carmen se iluminan. Me dice que conoció a Ruben en una boda y en la noche ya vivían juntos. Y Ruben sonríe.
Mientras la escucho otras personas de AINDAC recorren los pasillos del Hospital de Oncología del Centro Médico siglo XXI regalando despensas y hablando con los pacientes. Cuando me despido de Carmen voy a otra cama donde está una mujer ya anciana quejándose porque le arden la vena donde le acaban de poner un medicamento. Su hija, que es maestra de español para extranjeros, la mira con un poco de mortificación. Me presento con ella mientras la madre me mira de reojo con curiosidad. Hola, soy Antonio, vengo también con la gente de AINDAC y me gustaría que platicáramos. Ella asiente. En realidad, le digo, vengo a dar un pequeño tallercito de escritura. Se me queda viendo con ojos perplejos.
Cuando la enfermera se va entramos al cubículo y nos ponemos de platicar los tres. Les digo que me dedico a escribir y que me trajeron los de AINDAC para hablar con ellos y mostrarles que uno puede escribir para recordar y recordar las cosas buenas de la vida y recordarlas precisamente, aquí, en un hospital. La señora sonríe y me dice: yo sé qué podemos escribir. Y su hija y yo nos ponemos atentos. Un libro de maravillas. Y me cuenta que es una maravilla que hace seis meses la operaron en ese hospital y al día siguiente ya estaba de maravilla. ¿Eso es una maravilla, no? Y sonreímos. Qué padres están sus zapatos le digo y la señora sonríe: sí, verdad, ni parecen cómodos pero están muy cómodos. Las dejo escribiendo y me voy a otro cubículo.
Cuando llegué al hospital y vi a los enfermos entré en shock ¿Qué hago aquí? me pregunté. Aquí a nadie le interesa escribir o ponerse a escribir. Y me sentí estúpido al pensar que había desarrollado hasta un programa para darles un taller a los enfermos y sus familiares. Pero ahora me sentía fuera de lugar. Una de las voluntarias se acercó y me dijo: como que no se presta para el taller, verdad. Asentí pero ella simplemente me tocó el hombro y me dijo, nada mas platica con ellos.
Así que entré a mi primer cama y platique con Alicia. Su papá estaba dormido y lleno de sondas y se quejaba cada cierto tiempo. Pero Alicia y yo nos pusimos a escribir. Le escribió una larga carta a su padre con todo lo que le importaba y todo lo que lo quería. Y recordó que una vez le había regalado, cuando ella era niña, una falda muy bonita y unos zapatos muy padres con los que salió a una peregrinación. Al final del día sólo pensaba en Alicia escribiendo frente al ventanal de la habitación y con su padre postrado junto a ella. Esas son las historias que deberíamos de buscar en este mundo casi siempre, y siempre, doloroso.

Sólo la gente feliz cocina

Hace tiempo escribí esa línea en un cuento que aún halla su factura. Y resultó ser la mejor frase del cuento, tal vez por ello esa historia no funciona. Y a mí me gusta cocinar pero hasta hace tiempo no sabía bien para qué cocinar. Me preparaba los sandwiches más fast del mundo. Pero ahora, con O, me ha dado por esmerarme a la hora que decido cocinar.
El domingo le dije: Qué quieres, chiles rellenos o discada. Se quedó pensando unos minutos y dijo: ¡discada! Además, tiene razón, aquí en el d.f. es muy difícil encontrar un lugar donde vendan discada. Fuimos al Wal-Mart y compramos todo lo necesario. De regreso a su casa venía pensando en que yo nunca he preparado discada. Sí, sé el procedimiento y los ingredientes pero nunca me había puesto a, en realidad, cocinarla. Pero no me amilané. Sólo la gente feliz cocina, pensé entonces en ese fragmento del cuento que antes se llamaba "Serpientes" y ahora se llama "Villaldama". Es una historia breve, un hombre sale de la ciudad porque se pelea con su mujer y el camino lo lleva a Villaldama donde conoce a un cazador de serpientes. Esa es la historia.
O me dijo que ya me pusiera a preparar la comida y le hice caso. Corté primero el tocino, la carne de res, la arrachera y las salchichas para asar, después corté los pimientos, la cebolla y el tomate mientras ponía a cocer papas y zanahorias. En el comal, en tanto, puse a freir unos tomates para la salsa. Ya con todos los ingredientes listos pasé los tomates a la licuadora, le puse un poco de agua y después metí un diente de ajo que ya había tostado en el comal. Le puse un poco de cebolla y la molí. Después puse la salsa a hervir.
Mientras, en un sartén, -la discada necesita de un disco, de ahí su nombre y yo no tenía más que dos sartenes y una olla- puse a freir el chorizo y después agregué el tocino, la salchicha y las carnes. Se sofrieron un poco y las aderezé con pimienta, unas gotas de limón y más cebolla en polvo. Mientras, en la olla, puse a freir el resto del chorizo y ya que estaba caliente eché el resto de los ingredientes además de un poco de agua.
Aquello comenzó a hervir y me acordé de un fragmento de un cuento que viene en el libro de Dejaré esta calle, un cocinero que hace una discada pero con carne de zopilote. Nada más me reí cuando puse a sofreír tambien el tomate, los pimientos y la cebolla. Al final coloqué todo en la olla y me puse la salsa de tomate que ya había hervido y, como toque final, un tanto de cerveza, un medio vaso.
O mientras tanto hacía una trabajo pendiente y yo me puse a hacer un guacamole con el resto de la cebolla, el tomate y le puse crema y un poco de leche. La casa olía a hogar y afuera hacía mucho frío. Casi hora y media que empecé a cocinar probé la salsa de la discada y sabía deliciosa. Cuando la serví en los platones el mejor cumplido que recibí fue que O se comió su porción con una sonrisa en la cara y disfrutando la comida. Sobró mucha pero en la noche nos hicimos tortas de discada. El pan estaba un poco frío pero la discada caliente, lo entibió. Y fue un buen día de comida y de no salir de su casa. Aún quedan pendientes los chiles rellenos. Igual y se los prepararé el otro domingo que vienen unos amigos a comer a casa.

Monday, November 13, 2006

Tampico

Qué caso tiene presentar un libro si ese evento no se queda para siempre en tu memoria. Tampico nuevamente apareció ante mí con toda la carga de magia y amor que puede dar. Al recorrer sus calles marítimas me recordé hace ocho años cuando, con maleta en mano, andaba perdido en el centro. Había ido a Tampico a conocer el mar. Al llegar me sorprendí de mi osadía: nunca había ido al puerto, no tenía conocidos ahí. No llevaba mucho dinero. Pero la pasé muy bien. El mar frente a la playa de Miramar se quedó para siempre en mí como el vasto golpe de la vida. Para mí no hay otra playa milagrosa que no sea Miramar.
Así que, casi ocho años después, cuando empecé a dejar mi calle, mi colonia y esa vida volví a Tampico a presentar Dejaré esta calle. Y la gratitud y amistad de Diana, Sara, Liliana, Augusto y Carlos del Castillo hizo de este viaje algo especial. Justo en la noche del 11 entró el norte y en la mañana que me fui a caminar a la playa encontré el agua revuelta y espumosa. Aún así me metí hasta las rodillas. El oleaje me mareó, el agua que regresaba al mar y golpeaba con la que llegaba me hizo detenerme y dejarme al influjo del ir y venir. Después volví al centro, desayuné, vi la televisión y a las siete fue la presentación.
Descubrí a una pareja ya mayor que había ido a la presentación de Todos los días atrás. Me dio gusto verlos. Y empecé a leer, me paré al frente del escenario y leí y leí Un mil Máscaras. Sólo escuchaba las risas de la gente que pasaba tras la carpa en el andador principal de la plaza de Tampico. Después Agusto leyó un texto afectuoso sobre el libro y terminé leyendo otro cuento. Al final, después de la venta de libros, se acercó un hombre. Me dijo que él también quería escribir un ensayo sobre su pueblo, un pueblo pesquero cerca a Tampico. Me dijo que quería leer el libro para saber dónde usar o no las palabras antisonantes. Es que en mi pueblo nada más hablan a madres, me dijo. Le regalé el libro y se fue, no sé si con la esperanza de encontrar a otro que habla igual que él o con la esperanza de que Dejaré esta calle le sirviera para encontrar sus palabras. Qué caso tiene presentar un libro si no vas a recordar con afecto ese evento, si no va a pasar algo sorprendente.
Lo sorprendente en Tampico fue ese hombre, fue también un viejo que me pidió que le publicara un libro sobre el narco, lo sorprendente fue el globero que apareció a mi espalda para ver qué pasaba en ese estrado y dejó una estridencia de colores tras nosotros, colores redondos y torpes, los sorprendente fue la pompa de jabón que invadió por un momento el escenario y al niño que quería alcanzarla pero no lo logró porque su padre lo detuvo para que no entrara al estrado. Y la pompa se rompió y el niño hizo un gesto de ahhhhh, de chinnnn, de nooo. Pero la pompa no se rompió. Está aquí, redonda y multicolor en estas palabras.

Friday, November 10, 2006

Tlaxcala

Tlaxcala la bella. La despaciosa, como la describió Alberto en su libro. Jair es un excelente anfitrión cuatro agradables poetas mas Moises, su novio y un amigo de él es lo único que se necesita para pasarla bien en una cena o un desayuno. Es curioso salir de "gira" artística cuando no sabes si eres o no eres artista aunque muchos se cuelguen el mote con singular alegría y desparpajo. El jueves leímos en la Universidad del Altiplano. Es magnífica. Llegué antes y me fui a buscar algo de comer a la cafetería de la secundaria anexa. Entre huercos de 13 y 15 años me puse a leer y me sentí viejo, indefinidamente viejo.
Después, a las once, inició la lectura. Glafira Rocha, Moises Zamora y Alberto Chimal estaban también ahí. Es impresionante lo bien que lee Chimal sus textos. No conozco un autor que les de más vida aún al leerlos. Por lo general quienes escribimos leemos pésimo delante del público pero no Alberto. No él. Los alumnos estuvieron muy amenos con los cuatro y al final hubo una gratificante charla que se alargó por más de quince minutos.
Sin embargo, aún nos faltaba el evento del día: la lectua de poetas de puebla en el Museo Miguel M. Lira. Ahí, ahora en la sesión de preguntas y respuestas, un espectador se puso en pie e increpó a una de las poetas diciendole hasta de lo que se iba a morir. Siempre que alguien ataca a un escritor huele a sangre. Es esa sensación de sentir que hay sangre en el agua y tiburones cerca. Si se escribiera para que les gustara a todos lo que cada quien escribe, este sería un mundo terrible. Peor aún, si se escribiera para que te guste a ti, oh lector enfebrecido por la crítica y la noción del ser y de las buenas costumbres literarias, quién sabe qué sería, fue una de las respuestas del resto de los participantes a ese crítico literario.
Como sea salimos entre asustados y divertidos. Yo dormí como un lirón (noten la frase común), en mi habitación oscura como boca de lobo (ahí está otra frase común) y al despertar tenía hambre. Y fui a comer. Después nos llevaron a una entrevista de radio. Siempre tengo la noción de que diré cosas estúpidas en una entrevista de radio y creo que no fue la excepción. Al regresar tuve ganas de quedarme un rato más en Tlaxcala pero era imposible. Ahora me tocan siete horas camino a Tampico. Llegaré en la noche y madrugaré el domingo para meterme al mar. No sé en qué momento, en el futuro, leeré este post y recordaré las cosas viejas de estos días, los dolores, nostalgias y esperanzas del 10 de noviembre.

Wednesday, November 08, 2006

Qué hacer esos días cuando, por más que le intentas, no puedes exprimirle una chispa interesante a la rutina.

Monday, November 06, 2006

Retratos Familiares

Todo el domingo sentí que era mi papá. Mientras íbamos a comprar la carne para la comida, al morder un elote asado, mientras busgueaba en los sartenes de las despachadoras de comida de prueba en al Wal-Mart, al merodear frente a los anaqueles de juegos de mesa sentía que yo era mi padre, que estaba imitando a mi padre en muchos de sus gestos, de sus ocurrencias, de la forma como él juega con nosotros.
Y sentí una especie de acomodo nostálgico por mi papá.
José Antonio
Papá llora cuando ve telenovelas, papá corre por las mañanas cinco kilómetros diarios, papá a veces, me dice, que le duele la mano de tanto utilizar las tijeras para cortar los metros y metros de tela, papá es el primero en quejarse cuando alguna salsa no pica, papá se sienta frente a la televisión a descansar pero también se pone en pie si alguno de nosotros queremos quitarle el lugar, papá trabajó mucho tiempo en una empresa pantalones. Inició como mozo de limpieza y casi diez años después, cuando la empresa se fue a la quiebra, era director de producción. Papá tuvo un accidente hace días y me dijo con toda la tranquilidad del mundo que sólo lo habían suturado en la frente unos pocos centímetros. Papá fue el artífice de mi negocio de ropa deportiva y todos los lunes en "junta" frente a la cena, decidíamos cuántos metros de tela umbro, adidas, poliester brillante, cuántos pares de medias de licra, cuantos rollos de elástico con jareta debíamos comprar. Nada le da más gusto a papá que llegar a casa con pastel o cajeta o con películas. No tan alto, encanecido prematuramente, mejillas rosadas y con dentadura artificial, a papá le gustan las cosas dulces y las carnes asadas. Lo sentí cómplice cuando me dijo que, por él, se iba a vivir a la ciudad de México, de lo tanto que le gustó. No lo imagino de 29 años, los mismos que yo tengo, y ya con tres hijos qué alimentar. No lo imagino vistiendo ese traje guinda y ataviado con esas patillas sesenteras cuando se casó, ni lo imagino sentado frente a la casa de mi madre esperando que saliera para irse a noviar.
Papá ha trabajado con todos mis tíos, a vuelto ricos a muchos extraños y me sigue pidiendo una máquina de coser recta y una sobrehiladora para iniciar el negocio. Se le aleja la mirada cuando me la pide y yo sólo hago de tripas corazón. Los hijos de Toño Ramos, de "la Coneja" como lo apodaban en los partidos de softbol donde jugaba en la posición de cátcher. Esos somos nosotros. Y lo escribo con la certeza de que todos los días, cada uno en su trabajo, en sus presiones, somos un poco José Antonio Ramos Degollado, somos un poco nuestro padre.