Ayer me senté un rato a ver la televisión después de comer. A esa hora no pasan nada interesante, incluso en el canal once. De zaping en zaping me instalé con todo y ánimos en en canal siente, en el programa Lo que callamos las mujeres. Recordé que un conocido quería escribir guiones para ese serial y me dije: "veamos".
La historia era aparentemente ligera pero después me interesó por completo. Un padre futbolista y veterinario, (no se aclaró el porqué era veterinario mientras que sí se aclara que era un futbolista medio tipo crack), no quiere a su hijo porque éste es muy débil. La esposa, una chulada verda de Dios, llega a un momento donde le dice que es mejor el divorcio. Mientras todo esto ocurre el niño tose, repatea, gime, llora, se desmaya, en fin. Casi al final nos damos cuenta de algo: el niño es asmático. Después de arduos análisis el médico (un viejito que salía siempre de doctor en el prama de Puro Loco y terminaba muriéndose siempre) le da la ultra maravilla del mundo: un inhalador de salbutamol o ventolín con forma de ovni. El niño es feliz. Los ojos de la madre brillan. El padre sonríe porque ahora su hijo podrá ser lo que él siempre quiso que fuera: un excelente deportista.
Soy asmático. Recuerdo esos ataques asmáticos infantiles cuando estar acostado era un suplicio porque sentía el pecho cerrado; pero igual de terrible era estar sentado. Mamá me daba el salbutamol en jarabe (ni sueños de que existiera el salbutamol inhalado y menos con forma de ovni) y me quedaba ahí detenido en la pared, jalando cuanto aire quisiera hasta que el ataque desaparecia.
Y era terrible. Afuera los niños de la cuadra jugaban al futbol y nada más oía el griterío desplomándose dentro de la casa y recordándome que yo no podía jugar. Cuando podía ninguno de los capitanes me escogía porque yo sólo era bueno para jugar de portero y no porque fuera buen portero, sino porque solamente ahí no me cansaba.
En primero de primaria viví varios meses en la clínica seis del IMSS y después de una noche cuando tuve el peor de mis ataques (recuerdo cómo me hundía en la cama y los rostros blancos de médicos y enfermeras a un lado mío, y en mis brazos una cantidad obsecena de jeringas y sueros) me mandaron otros dos meses más a la clínica veinticinco del IMSS.
Ahí conocí a otros niños como yo y con las manos con sueros y jeringas entablilladas nos íbamos a jugar a los pasillos a jugar carreras con las sillas de ruedas como autos fórmula o bien, a esperar a la maestra Olivia que todos los martes y jueves iba a enseñarnos juegos y nos podía ejercicios.
Luego salí pero siempre recuerdo con cariño esa estancia hospitalaria cuando mi tío Lalo venía desde Querétaro o Monclova a jugar al ajedrez conmigo o mi papá me regalaba libros o ese gran dinosaurio blanco que tenía que armar y desarmar. Fue ahí también donde el hermano de una vecina de dolores me enseñó a dibujar naves galácticas y explosiones de hidrógeno.
Luego, la cosa se calmó y el asma no regresó sino hasta sexto grado donde entré en un círculo vicioso muy raro: Martes y miércoles eran los mejores días porque yo estaba sano, luego, al amanecer del jueves me empezaba a enfermar. Los viernes, invariablementa, ya estaba en el hospital. Sábado y domingo me la pasaba débil y el lunes poco a poco me comenzaba a aliviar. Así fueron como cuatro meses en sexto grado de primaria. A veces me ponía enfermo en clase y mamá iba por mí para llevarme al hospital. Creo que en algún momento de impotencia lloré en la escuela. Diana, una amiga, lo vio y no deja de recordármelo: "me diste cosa esa vez -me dijo años después- te veías tan triste".
Todo niño, el algún momento, intenta imitar a sus padres. Quienes me conocen de mucho tiempo saben o recuerdan cuando andaba vendiendo ropa deportiva en los llanos de la león XIII o en las canchas del río Santa Catarina. Esto no era más que una imitación del trabajo de mi padre. Pero desde mucho antes yo empecé a imitarlo de otra manera: corriendo. Papá corre desde que tengo memoria. Junto con mi tío Homero y mi tío Ovidio se iba corriendo desde la casa hasta la placa del cerro de la Silla. Es un trayecto como de diez kilómetros o más y súmenle subir esa cuesta y regresar ya caminando. Lamentablemente no se ganó nunca un trofeo en cambio mi tío Homero tiene como veinte en su casa pero eso nunca me importó.
Así que yo quería correr. Y ahí estaba el asma, la maldita asma, la culera asma. Pero empecé a correr. Me iba armado con mi salbutamol en spray e inhalaba tres veces. Así empecé a correr. Creo que mi mejor rutina de correr ha sido por intervalos: primero en la prepa, después en Filosofía y Letras; un rato durante la etapa inicial del 2001 en el Conarte y finalmente mis primeros seis meses en el D.F. corría todas las mañanas y luego a inicios del 2004 también corrí desde enero hasta marzo. Y siempre, el ventolín me ha acompañado aunque ahora las inhalaciones son menos.
El asma sigue aquí pero ya no es ese monstruo oprime pechos, ni tapa mis narices. No me impide hacer absolutamente nada, y como dijeron ayer en el programa: "puedo llevar una vida normal, como la de todos". Sin embargo, tengo la certeza de que aún nos falta una última cita al asma y yo y espero que ésta, sea después de muchos, muchos años.
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