Cuando me despierto son ya las diez de la mañana y pienso que por hoy, no debo de subir las cortinas y dejar que el sol caiga. Afuera del cuarto escucho a Ana y Jaime mientras van de la cocina y al comedor y me dan más ganas de envolverme en las cobijas y por hoy, sólo por hoy, no salir. Pero no lo logro. Apenas han pasado como siete horas desde que salí de casa de Rodrigo acompañando a Rosy a su troca estacionada en avenida Universidad y aún me siento adolorido del estómago. Pero no, no lo logro. Así que cuando Ana y Jaime se van, como a los veinte minutos me levanto y abro las cortinas. Me pongo el pants, vigilo que no traiga ningún gallo en el pelo y salgo con los veinte pesos en la mano a comprar el periódico.
En el periódico no dicen nada nuevo, sino las mismas cansadas noticias políticas. Me distraigo con el Día siete pensando si alguna vez publicaré ahí algo y lo supongo lejano. Cuando llego a la casa me tiro en el sillón, leo la sección deportiva (el Barcelona ganó 3-0 al Real) y entonces recuerdo que debo de ir a Bellas Artes al evento del 30 aniversario de la revista Tierra Adentro y el homejane al maestro Víctor Sandoval (en realidad no "debo de ir" pero quiero ir para encontrarme a Felipe Garrido y a Minerva Margarita).
Así que me levanto, me meto a bañar, salgo al día, compro el récord, subo al metro, camino por la Alameda con sus vendedoras ambulantes de raspados, lectura del tarot, caballos de policías montada, agua fresca que reborbotea. Camino por una alameda que no tiene olmos sino sauces y fresnos mientras un mimo callejero intenta hace reir a la gente y la Torre Latinoamericana lo mira todo con su cristalina indiferencia.
El evento es lúcido. El maestro Víctor Sandoval recibe su medalla a ante un auditorio puesto de pie. Minerva Margarita sonríe, Felipe Garrido aplaude son su serena magnificencia, Eduardo Langagne igual. El evento termina cuando el maestro Sandoval lee un poema inédito del que sólo recuerdo el final:
"Por qué no nací como mi padre
con esa mirada de muertes prematuras".
Luego salgo con la promesa de Garrido de vernos en Guadalajara y después de la inauguración irnos a comer y mientras avanzo por las calles del centro histórico me voy derrumbando lentamente sin motivo alguno, como si me fuera deshaciendo, desarticulándome, desmorándome lentamente desde el Sanbors de los Azulejos hasta la catedral donde la gente sigue y viene, retumba a un lado mío sus historias de presiones y soles y a lo lejos se escucha el arraigado canto a tierra y vejez que es la música de los danzantes náhuatls. Pienso en qué difícil es convertirte en un escritor con ideología. Qué difícil es ser comprometido. Y me viene al oído y al pecho y a los tendones una sensación de fatiga que se disgrega lentamente por mis nervios. Miro el reloj. Ya van a dar las tres de la tarde. Así que regreso.
Ha sido un buen fin de semana. Madrugué con Mónica caminando las calles aledañas del centro de Coyoacán, el sábado en la noche vi a Luisa en la fiesta de Rodrigo y cómo nos reímos con los chistes de Julio. Y pienso en ello, y en el poema del maestro Sandoval, y si en mi mirada habrá ese aire de muertes prematuras cuando los metros llegan y se van. Del otro lado del andén sólo queda una mujer. Es un tanto gorda, usa una blusa con olanes, falda negra y huaraches abiertos. Sólo somos ella y yo, cada uno de su lado del metro. Entonces comienza a cantar un himno que habla sobre el amor de Dios para con todos nosotros y salta y aplaude mientras dice que Dios es su Señor Todopoderoso. Y me quedo pensando en su fervor a Dios. ¿Es como el mío? No, no lo es. Mi fervor por Dios es contemplativo, un fervor incluso excéptico, no lo sé. Y quisiera cantar como ella, danzar como ella ahí en medio del andén.
Comienza a llegar más gente y la mujer no ceja en sus medios de alabar a Dios y después de la alabanza comienza a decir que Dios mandó a su hijo para que nos derrimiera de nuestros pecados y que sólo Él nos puede quitar nuestras cargas. Por un momento se quedó callada y comenzó a explicarme a mi el plan de salvación. Yo la escuchaba sin sorpresa ya pero la señora no dejaba de mirarme. A veces ella dirigia la mirada hacia otra parte y sus ojos irradiaban fe y fervor. La gente comenzó a llegar pero la señora no dejaba de intentar convencerme. Al rato un policía grito "¡Arriba Satanás!" pero ella no se inmutó. Gritó tres veces más mientras ella decía que sólo el Señor salva y a mi me daba lástima el policía. Luego un señor gritó: "Cállese vieja" y miré al señor con toda su cara de hombre acabado, las mejillas flaccidas, el aire cansado, el sudor en la frente, medio jorobado y sentí que la señora no debía de callarse ni nada. Ella estaba el fervor, envuelta en él. Cuando finalmente el metro pasó y subí algo se había perdido. Me sentí más ligero. Recordé que Dios se encuentra en cualquier sitio y lugar y sólo es cuestión de saber afinar los oídos para escucharlo. Luego me senté, abrí el libro de Yuri Herrera que trata sobre un artista en la corte de un narco y la señora se quedó allá atrás con su fe, con sus huaraches, rodeada de policías que seguro le gritaban: "Arriba Satánas".
Y yo me fui. Sus ojos seguían clavados en mi espalda a pesar de la lentitud del metro, de la porra de los Pumas en el metro Etiopia y de ese aroma a pan recién hecho que me saludó en el metro C.U. y cuando llegué a la casa me miré al espejo y medio sonreí. En ese momento pensé que sí tengo mirada de muertes prematuras y el día me pareció, como dijo Felipe Garrido en el homenaje: un día lúcido y brillante.
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