Tengo una amiga que vive en Cuernavaca. Antes vivía en una casa donde crecían tomatillos silvestres y ahora junto una cañada donde se dice, erraba Malcom Lowry, medio ebrio, medio feliz, siguiendo a consules de los que sólo él sabía. Cuando voy a Cuernavaca siempre es porque voy a visitar a mi amiga. Eso implica un punto bueno y otro malo. Cuando viajas accedes sólo a los lugares que te muestran tus conocidos. Así, gracias a ella, conozco un restaurante italiano junto a una iglesia que también sirve de estacionamiento, otro de comida vegetariana y el Damario, una trattoria muy cercana a la escultura de un Zapata que, con machete en manos como buen atenquense, sale en congelada estampida hacia la nada.
Pero de Cuernavaca no conozco más que eso y un oxxo a donde pasaron por mi una tarde para ir a dar una charla a la universidad de Morelos sobre Roberto Artl, un escritor argentino. Sin embargo, ya conocía la ciudad, en parte, gracias a Bajo el volcán. Y cada que voy juego a tratar de reconocer en esas calles al ebrio consul que va de un lado a otro con su mujer al lado, viendo las ruedas de la fortuna iluminadas en la noche o bien las puertas de las cantinas donde dice Lowry, no recuerdo textualmente donde y cómo dice, que sólo ahí se encuentra la felicidad.
Por eso ayer en el Damario mientras platicábamos de sociedades morelenses y más brindé calladamente por Malcom Lowry. Eso algo que cualquier fan de la novela del inglés debe de hacer cuando va a Cuernavaca. Y si está muy cerca del Casino de la Selva mucho mejor.
Esos son los pequeños homenajes dispersos y ocultos que provocan también los libros. Un fetichismo sabrosón.
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