Algo tenía que hacer el jueves y me encontré deambulando por la Alameda del Centro Histórico. Una mujer leía el tarot bajo una manta roja mientras pasaban a su lado hombres y mujeres con aire indiferente. En una banca un hombre como de cuarenta besaba con hambre a una chica de dieciseís y cuando pasé escuché le gemido débil que se iba amontonando alrededor de ellos. Cuando llegué a Bellas Artes no había nadie y una inusitada tranquilidad andaba a sus anchas por pisos y salas. Quise subir a ver la exposición de Juan García Ponce pero no me dejaron. En la cafetería sólo había ocupadas dos mesas y el sol entraba sesgado e iluminaba sólo las mesas próximas a las ventanas. Brillaba la máquina del café bajo esa luz como un tesoro perdido.
Salí de Bellas y como nunca me senté en los escalones. Miré mi celular con la pila baja y luego simplemente me quedé mirando a la gente que cruzaba la explanada de Bellas Artes, algunas protegiéndose con una mano del sol que les pegaba en la cara y otras se detenían a ver las esculturas de Soriano expuestas a un lado de las jardineras. Enfrente se erguía la torre latinoamericana y recordé las veces y veces que he querido subir al mirador y ver la ciudad; siempre buscando el pretexto especial, el momento. Me puse en pie y subí a la Torre. Me tronaron los oídos y cuando salí observé asombrado la ciudad. Magras nubes de polvo y esmog avanzaban hacia el poniente y ocultaban los edificios a la altura de Periférico. El sol lograba atravesar la polución y hacía brillar ventanales y el cauce de coches.
Hacia el aeropuerto noté cómo la ciudad terminaba después de la terminal aérea y sólo se extendía una desolación café y polvorienta. Hacia el norte encontré los edificios de tlatelolco y un Cristo sobre una Montaña protegido por el Cerro del Chiquihuite. ¿Qué tanta gente andaba allá abajo con sus vidas, sus prisas y sus ansias? Me quedé un rato viendo el centro históricos con sus techos rojos y los estacionamientos de varias plantas. La sombra alargada de la torre latinoamericana caía sobre 15 de mayo y Madero y al fondo, pequeño, pude ver el zócalo como un bloque de dados y la bandera hondear suelta en la tarde defeña.
Cuando bajé tenía antojo de una banana split. Salí a buscarla con las pocas monedas en la mano y no la encontré. Sí entré al centro cultural España y cuando regresé al metro hidalgo seguía sin saber a dónde tenía que ir ese Jueves. Entró una llamada al celular pero no supe de quién era.
Al día siguiente me encontré a Nadia en el messanger. Ella terminó por recordarme a dónde iba a ir ese jueves por la noche, a la exposición de fotografías de Pedro Meyer. Como faltó tu boleto no me saqué uina foto gratis, me dijo divertida. Claro, mi boleto pudo cambiar todas las posibilidades del sorteo. Y no me había comido la banana split. Anduve y anduve pero no encontré un sitio dónde comprarla.
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