Monday, January 23, 2006

Última embestida.

A ese lo van a cornar, sentencia Hinojosa. Allá abajo el torero Rincón se acerca un poco al tercero de la tarde, se acerca meticulosamente con la capa esgrimida a todo lo largo mientras parece hablarle porque aún desde lejos, desde las tribunas de sombra donde estamos, junto a un viejo que lleva sus binoculares, come pistaches y escucha la narración de la fiesta en una radio portatil, vemos cómo mueve la boca, alza las manos para increpar al toro. Y el toro va con los pitones a media hasta. Babea. Se le hunde el vientre a la altura de los ijares, el lomo brillante y rojo con las cinco banderillas de colores que manotean gozosamente al aire. El toro. Casi 500 kilos de peso. De la ganadería de Garfias. Sus pitones lustrosos como si fueran de acero. El toro se lanza contra Rincón y éste lo esquiva mientras la capa se eleva y acaricia el lomo del animal antes de caer.
Y arriba la gente y en las gradas, y cerca del redondel, grita: Ólé, óle, óle, óle. Cuatro óles que se quedan estremeciéndose en el aire de la tarde, en el cielo azulado cielo capitalino en donde veo un avión gigante que comienza su descenso.
El toro sigue de pie y Rincón vuelve a aplicarle varios mandobles con la capa. Le da la espalda, a centímetros de la cornamenta y la arena se pone de pie, grita, se cansan las manos de aplaudir. El viejo a mi lado solo come pistaches y apunta sus binoculares hacia el centro de la plaza donde Rincón se acerca al redondel rojo. Un hombre del otro lado del encordado le extiende una nueva capa roja y veo la espada brillante en la tarde, como un alfiler desde el lugar donde estoy.
Ahora viene lo bueno, dice alguien pero no presto atención. Estoy atento a la postura de ataque del torero, la espada en alto, trémula pero fija en el aire. El toro está echado atrás, la baba le cuelga, ya no es nada de aquel animal se salió en estampida por los toriles y que se plantó brioso y gigante en el ruedo de la Arena México. Ahora se le ve cansado, después de correr toda una vida alrededor del encordado, de embestir a un rejoneador y tirarlo del caballo y lanzar el equino casi levantándolo con la fuerza de sus pitones. Ya no es ese toro.
Ahora solo mira fijamente la punta de la espada y Rincón mira fijamente el lomo del animal. Pienso que debe de existir, en ese momento, algo de amor entre el hombre y el animal. Un punto congelado donde el hombre agradece al toro su valentía, su fuerza, porque sin eso él no logrará las dos orejas de la tarde. Pero tengo que matarte, pienso que dirá, y tengo que matarte bien. Y así, en la última embestida de la tarde, Rincón y el toro se lanzan frente a frente, la espada entra limpia en el animal. Un quejido seco en el aire. Miradas como ramilletes sobre la arena. Un golpe de adrenalina cuando la espada corta la carne. Una explosión de sangre sobre el lomo del toro. Luego dobla las piernas, sus pitones al suelo. Otro hombre sale por la puerta de toriles y le veo una pequeña daga en la mano. Veo cuando de un tajo termina por matar al animal que alza un poco las patas traseras pero luego las deja caer.
Más tarde salen caballos negros por el Toro y Rincón es homenajeado con dos orejas. La arena huele a habano, sabe a gritos y sangre. El sol comienza a caer cuando el toro sale arrastrado por esos caballos negros como la muerte, sus crines con festones rojos y verdes. La gente le aplaude al toro, se pone de pie ante la bestia que es arrastrada por la arena Y Rincón lleva las orejas en las manos, las manos en todo lo alto y dos banderas colombianas salen en las tribunas y se agitan, amarillentas, rojizas y añiles en el aire rojo de la tarde.

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