Usualmente, él iba los fines de semana a las puertas del hostal de la ciudad a donde llegaban los turistas o jovenes mochileros europeos. Se quedaba un rato ante la puerta, curioso, con la mirada ágil. No buscaba una presa, no, la suya es una búsqueda, una curiosidad le resecaba los labios y por los cuales se pasaba la punta de la lengua de tanto en tanto, abrillantándola ligeramente. De la ciudad, se sabía todo: la historia secreta y la que veían señalada con puntos e íes en las guías de turismo. Conocía también los mejores restaurantes, los sitios exóticos, los apacibles lugares cargados con una naturaleza apacible y al mismo tiempo alcohólica que le pudiera dar al visitante esa ligera, pero a la vez buscada sensación de haber llegado a un sitio en el que nunca se había estado. Conocía, por ejemplo, el mito de la asesinada en la cañada del Marqués y se sabía de memoria los incidentes. A veces, mientras charlaba con algun turista sobre un tema cualquiera, soltaba por ahí, perdido entre la charla, apenas un indicio de la historia de la asesinada y más tarde volvía al tema hasta que, animados, los turistas decidían buscar esa cañada y recrear con la imaginación la forma como la mujer había sido golpeada la principio y más tarde asesinado a manos del amante despechado. Sí, esa era una historia de amor. Y él pensaba que un turista no podía irse de una ciudad sin al menos, haber conocido una historia de amor de aquel sitio, una historia de amor que no viniera en las guías de turismo, tan hechas a la carrera, tan hechas sólo a la pasada de las cosas, un embadurre acaso de los techos y columnatas de la ciudad.
Eso hacía él los fines de semana. Había salido con jóvenes turistas alemanas, italianas, con un grupo de chicos búlgaros, con un enjambre de brasileños y brasileñas con quienes había terminado bailando en un antro pringoso, de paredes casi malhumoradas pero que contrastaban con el color chisporroteante de la barra nacar y verde, con lo exótico del color de las bebidas, con el contoneo sabroso de las brasileñas que, al hablar, parecía como si bailaran primero las palabras en la boca...
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