La forma de la nieve
—Esta ciudad no es para muñecos de nieve. ¿Qué no ves el sol? —le contestó al niño y después, arrepentido por su osquedad, Patricio agregó—, ya veré si consigo uno, —y se quedó callado mientras afuera la tarde declinaba envuelta en la tibieza.
Uno de los deseos de Patricio era ver un gran muñeco de nieve. Cuando inusualmente nevaba en la ciudad, acudía a los cerros a estregar la poca escarcha caída entre las rocas. Juntaba bolas, trozaba varas y construía un muñeco que resultaba flaco, sucio, muy lejos de sus aspiraciones. Hacia mucho que no pensaba en ellos hasta que su hijo le preguntó: ¿papá, haremos muñecos de nieve el veinticuatro? y Patricio sólo pudo recordar la ciudad invadida por el calor, el tumulto en los almacenes para realizar las compras navideñas, el bochorno apretado entre los coches, ese sol nervioso azuzando el fastidio.
—Con este calor las fiestas ni saben, —dijo sin ganas y fue por una Indio al refrigerador. Sacó la botella y apenas dio un trago se arrepintió. La cerveza estaba tibia.
Abrió la nevera para guardarla. Ahí se enfriaría más pronto. En algunas partes del congelador el hielo formaba estalactitas y una capa de escarcha frágil pendía del techo. Cuando comenzó a raspar el hielo, primero con los dedos, pensó en las aceras calientes, el asfalto tibio, el cielo sin rastros de nubes. Después fue por una cuchara. Caían indecisos los copos a cada restregón. Cuando juntó un montón de nieve la apretó con las manos y éstas se enrojecieron. El niño regresó a la cocina y le preguntó. ¿Qué haces? Lo miró de reojo mientras el frío del congelador le pegaba en la cara. Sentía las manos duras, rojas por el hielo y los brazos se le entumecían a causa del aire helado. Comenzó a darle forma a un muñeco. Primero hizo una bola grande que cupo en su mano entrecerrada. Luego formó una pequeña y finalmente una más chica y las encimó
Fue a la recámara, arrancó un botón de una camisa y cortó una cinta de sus tenis viejos. Cuando regresó, su hijo permanecía inexpresivo frente al refrigerador. Cuando el hombre prendió el botón en la figurilla y anudó la cinta al cuello, el niño acercó una silla, subió y vio. Sus ojos se agrandaron cuando encontró al muñequito. ¿Cuándo fue la última vez que nevó? se preguntó Patricio mientras veía al muñequillo solo entre algunos montones de escarcha que ocultaban unos trozos de carne y la bolsa con las verduras refrigeradas.
—Te hice un muñeco de nieve, —le dijo mientras salía el aire helado del congelador, como una fumarola que pronto se descomponía en el aire de la cocina.
Animado, comenzó a formar más muñecos. No se percató cuando su hijo se marchó pero lo escuchó subir por las escaleras. Formó cuatro hombres más. Se veían felices ahí dentro, cobijados por el frío. Uno de ellos, el más próximo a la bolsa de verduras parecía estar inmerso en sus propios pensamientos. Los otros sonreían como si estuvieran en una fiesta.
El hombre no quiso cerrar la puerta de la nevera aunque el calor entraba a bocanadas. ¿Cuánto aguantarán? se preguntó mientras pasaba un trago de cerveza. Entonces el niño regresó. Llevaba unas gorras de papel lustrina en las manos.
—Es para que no tengan frío, —le dijo.
—Esta ciudad no es para muñecos de nieve. ¿Qué no ves el sol? —le contestó al niño y después, arrepentido por su osquedad, Patricio agregó—, ya veré si consigo uno, —y se quedó callado mientras afuera la tarde declinaba envuelta en la tibieza.
Uno de los deseos de Patricio era ver un gran muñeco de nieve. Cuando inusualmente nevaba en la ciudad, acudía a los cerros a estregar la poca escarcha caída entre las rocas. Juntaba bolas, trozaba varas y construía un muñeco que resultaba flaco, sucio, muy lejos de sus aspiraciones. Hacia mucho que no pensaba en ellos hasta que su hijo le preguntó: ¿papá, haremos muñecos de nieve el veinticuatro? y Patricio sólo pudo recordar la ciudad invadida por el calor, el tumulto en los almacenes para realizar las compras navideñas, el bochorno apretado entre los coches, ese sol nervioso azuzando el fastidio.
—Con este calor las fiestas ni saben, —dijo sin ganas y fue por una Indio al refrigerador. Sacó la botella y apenas dio un trago se arrepintió. La cerveza estaba tibia.
Abrió la nevera para guardarla. Ahí se enfriaría más pronto. En algunas partes del congelador el hielo formaba estalactitas y una capa de escarcha frágil pendía del techo. Cuando comenzó a raspar el hielo, primero con los dedos, pensó en las aceras calientes, el asfalto tibio, el cielo sin rastros de nubes. Después fue por una cuchara. Caían indecisos los copos a cada restregón. Cuando juntó un montón de nieve la apretó con las manos y éstas se enrojecieron. El niño regresó a la cocina y le preguntó. ¿Qué haces? Lo miró de reojo mientras el frío del congelador le pegaba en la cara. Sentía las manos duras, rojas por el hielo y los brazos se le entumecían a causa del aire helado. Comenzó a darle forma a un muñeco. Primero hizo una bola grande que cupo en su mano entrecerrada. Luego formó una pequeña y finalmente una más chica y las encimó
Fue a la recámara, arrancó un botón de una camisa y cortó una cinta de sus tenis viejos. Cuando regresó, su hijo permanecía inexpresivo frente al refrigerador. Cuando el hombre prendió el botón en la figurilla y anudó la cinta al cuello, el niño acercó una silla, subió y vio. Sus ojos se agrandaron cuando encontró al muñequito. ¿Cuándo fue la última vez que nevó? se preguntó Patricio mientras veía al muñequillo solo entre algunos montones de escarcha que ocultaban unos trozos de carne y la bolsa con las verduras refrigeradas.
—Te hice un muñeco de nieve, —le dijo mientras salía el aire helado del congelador, como una fumarola que pronto se descomponía en el aire de la cocina.
Animado, comenzó a formar más muñecos. No se percató cuando su hijo se marchó pero lo escuchó subir por las escaleras. Formó cuatro hombres más. Se veían felices ahí dentro, cobijados por el frío. Uno de ellos, el más próximo a la bolsa de verduras parecía estar inmerso en sus propios pensamientos. Los otros sonreían como si estuvieran en una fiesta.
El hombre no quiso cerrar la puerta de la nevera aunque el calor entraba a bocanadas. ¿Cuánto aguantarán? se preguntó mientras pasaba un trago de cerveza. Entonces el niño regresó. Llevaba unas gorras de papel lustrina en las manos.
—Es para que no tengan frío, —le dijo.
Entre ambos las colocaron a los muñecos y éstos parecieron abrigarse con felicidad, sonreír, contentos porque el sol allá afuera, bloqueado por dos cabezas gigantes, nunca descongelaría su mundo donde los trozos de carne de la cena semejaban riscos para escalar y la bolsa de verduras, una gigantesca montaña verde donde no tardaría en caer más nieve.
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