A todos nos gusta que nos miren a los ojos, que no se cuchicheé a nuestras espaldas y aún más, que nos acepten en todas partes como Juan cuando entra a su casa. Pero lo cierto es que no siempre ocurren estas cosas. No siempre uno es monedita de oro como dice la canción de Cuco Sánchez y que después grabó como canción de batalla Gloria Trevi cuando estaba recluída en el Penal de Brasil. No, no somos monedita de oro. Pero no es odio hacia lo que me refiero. No. Sino al mutilado rechazo que la gente padece día con día. Rechazamos a los gordos porque son gordos, no queremos tener amigas gorditas porque nos quemamos, rechazamos a los indígenas mexicanos porque huelen mal y no son parte de nuestro México (ajá) y al mismo tiempo, nos rechazan por usar lentes, porque llevamos pants, nos rechazan porque no profesamos una misma religión o fe, porque le vamos al América o a los Pumas (yo le voy a los Rayados).
Rechazamos a los solteros consetudinarios porque siguen buscando pareja y a los solteros rechazamos en parte a los casados con sus hijos. Rechazamos a los pobres por jodidos, a los ricos por creídos. Y nosotros rechazamos igual. El arte del rechazo está bien asimilado en nuestra sociedad. Rechazamos a los nuevos porque no sabemos nada de ellos y en los trabajos, rechazamos a los que llevan años trabajando y que no han subido de puesto por x o y razón. Y ah, rechazamos a la gente que creemos no tiene talento y también, a la que no es tan inteligente como nosotros.
De todos los anteriores, los últimos dos rechazos o racismos, (la palabra en sí significa un rechazo y todo rechazo presupone un arriba y abajo, un blanco y negro donde yo soy negro y tú eres blanco) me parecen los más alarmantes.
No entiendo cómo, por ejemplo, en una iglesia, creyentes avezados pueden rechazar a creyentes que por una y otra cosa no avanzaron a la misma velocidad que ellos o a los que se les ocurre expresar con tal claridad sus faltas que asustan a los otros.
Pero igual que esta, usar la inteligencia como racismo es cada día, un poco más, una forma de ejercer un apartheid. Yo lo veo en los círculos de escritores cuando no se ejerce una amistad con subliminales y subterráneos, cuando fulano o mengano no ha obtenido la meritoria beca o el afortunado premio. A veces, si una persona no piensa lo mismo que yo, simplemente no entra a mi círculo y ahí mandamos al traste con la libertad de expresión. Si no entiendes al menos cabalmente las teorias de Heidegger o de Pascal, ni te me acerques.
Una vez, incluso, un amigo casi me mata cuando le dije que no sabía ni por asomo siquiera de chiripada, quién era Elías Canetti y ahora que murió Derrida, más de una puso cara de sorpresa cuando pregunté ¿oye y ese que murió, que hacía o qué? Luego, por ejemplo, si no eres licenciado ni te me acerques o si no eres de mi universidad, ve a tu a saber.
Creo que en el fondo, el racismo habla mucho de querer construir tu mundo. Rechazo a todos los que no son como yo para así llevármela tranquila, disfrutar mejor de la vida, etcétera. Y me parece criticable pero aceptable. Claro, lo mejor sería la indiferencia, pero esa nunca es completa. Pero en cambio, comparto y acepto la otredad para construir mi mundo me parece, al menos personalmente, mejor.
Lo otro. El miedo a lo otro. Es mejor aceptarlo y a no ser desechables. Eso es lo que pienso. Si yo no sé quién es Elias Canetti o no tengo la misma manera de aproximarme que tu a la poesía española del siglo de Oro o en sí, no puedo explicar de la misma manera que tú el proceso de revelación que debe de tener todo buen poema, puedes rechazarme en este momento. Es una generalidad. Y al momento de rechazarme, alguien te rechaza.
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