Escribe Luis Rosales en Diario de una resurrección.
¿No recuerdas que a veces encontramos una persona
cuya infancia podemos reconstruir
por una sola huella que queda en su mejilla
igual que un esqueleto puede reconstruirse por sólo un hueso suyo?[1]
El inicio de cada libro es esa huella que queda en la mejilla, ese hueso solo a partir del cual podemos reconstruir una vida. Como si fuera un juego de adivinanzas o el enigma que escucha Edipo cuando se presenta una y otra vez frente a la Efigie, el inicio de los libros es la adivinanza, el conjuro, el secreto mejor guardado a partir del cual se desencadenará la trama.
Inicios de libros son incontables como las arenas del desierto. Cada libro necesita de ese berrido liberador, de ese golpe en las nalgas o el lomo para tomar aire y que la imaginación se desate. En el principio creó Dios los cielos y la tierra, dice el Génesis en la Biblia, pero más adelante, en el evangelio de Juan dice también: en el principio era el verbo y el verbo era Dios.
Sin palabra no existe la vida. Sin la palabra viviríamos en un mundo de sombras, de gestos que interpretaríamos más a nuestra idea e imaginación, como lo hace el caballero del libro de El castillo de los destinos encontrados, de Italo Calvino, donde el inicio de cada historia parte de la suposición que se da a partir de una carta.
“Uno de los comensales recogió las cartas dispersas, despejando buena parte de la mesa; pero no las juntó en una baraja ni las mezcló; cogió una y la echó. Todos advertimos la semejanza entre su cara y la cara de la figura, y nos pareció entender que con aquella carta quería decir “yo” y que se disponía a contar su historia.”[2]
Desde siempre, la palabra nos ha reunido frente al fuego, después alrededor de las ágoras, a un lado de los caminos, en las tabernas medievales, en las cortes, en las ciudades, para escuchar siempre una historia. Y de esas historias relatadas con gusto nos han quedado vestigios que nos cuentan sobre las andanzas de un tal Rodrigo Díaz de Vivar, hasta las andanzas de Roldán en el Paso de Roncesvalles.
Y luego aparecieron fórmulas indestructibles para contar una historia como el: “Había una vez”, o el famoso pleonasmo que nos seduce y nos dispone a escuchar: “Érase que se era” Cada inicio de un libro es la resurrección de una vida. Las primeras páginas son ese aliento primigenio, ese soplo de divino.
Hay inicios condenados a ser sólo inicios, como los cuentos del libro Los misterios del Señor Burdik donde sólo tenemos el título y la frase inicial para soltar la imaginación. Por ejemplo el cuento que se llama “Las siete sillas” y cuya única frase es:
La quinta silla terminó en Francia.[3]
Pero desde hace tiempo, el érase que se era… y el había una vez… dejaron de sorprender a los lectores cada día más predispuestos a la indiferencia. Ahora es necesario que el inicio se de como un mazo contundente, una garfio que nos meta de tirón a las acciones. Los largos prolegómenos donde primero se contaban sobre la ciudad donde vivían los personajes, luego la casa que habitaban, luego la descripción general de la familia, han caído en desuso desde lustros atrás. Ahora, nada como empezar matando, metiendo al lector a la acción. Un inicio rápido es el siguiente, escrito por Vargas Llosa en su novela de cadetes.
—Cuatro —dijo el Jaguar.
Los rostros se suavizaron en el resplandor vacilante que el globo de luz difundía por el recinto, a través de escasas partículas limpias del vidrio.
Hay otros inicios de libros donde la tensión se presenta apenas hablan los personajes, apenas murmuran algo y nos atrapan. Por ejemplo en Contrapunto de Aldous Huxley:
—¿No volverás tarde?
Había una gran ansiedad en la voz de Marjorie Carling; había algo semejante a una súplica.
—No, no volveré tarde —dijo Walter, con la culpable y desdichada certeza de que lo haría.
Inicios que se pierden hay muchos, pero pocos pueden llegar a recitarse como una mandala. Son esas palabras de punta de partida las que nos han seducido como antaño y son harto conocidos que no puedo dejar de pasarlos por alto:
“En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme, no ha tiempo un varón…[4]”
“Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía habría de recordar aquella mañana cuando su padre lo llevó a conocer el hielo.”[5]
Y finalmente, el inicio mandala del libro mexicano más atrayente:
“Vine a Comala porque me dijeron que acá vivía mi padre, un tal Pedro Páramo. Mi madre me lo dijo. Y yo le prometí que vendría a verlo en cuanto ella muriera. Le apreté las manos en señal de que lo haría; pues ella estaba por morirse y yo en un plan de prometerle todo.”[6]
A veces los inicios venden su historia en las primeras líneas y entonces se crea un reto entre el autor por mantener al lector atento aunque ya casi le ha contado la historia y el lector acepta el reto para ver qué tanto lo sostiene. Por ejemplo, Paul Auster en El palacio de la Luna.
Fue el verano en que el hombre pisó por primera vez la luna. Yo era muy joven entonces, pero no creía que hubiera futuro. Quería vivir peligrosamente, ir lo más lejos posible y luego ver qué me sucedía cuando llegara ahí. Tal y como salieron las cosas, casi no lo consigo. [7]
O bien:
El día que lo iban a matar, Santiago Nasar se levantó a las 5:30 de la mañana para esperar el buque del obispo.[8]
Inicios donde al parecer no se cuenta nada, pero se crea música, hay pocos. El más claro ejemplo es el que nos regala Alejo Carpentier en el Concierto Barroco:
De plata los delgados cuchillos, los finos tenedores; de plata los platos donde un árbol de plata labrada en la concavidad de su plata recogía el jugo de los asados; de plata los platos fruteros, de tres bandejas redondas, cromadas por una grana de plata; de plata los platos pescaderos con su pargo de plata hinchado sobre un entrelazamiento de algas; de plata los saleros, de plata los cascanueces, de plata los cubiletes, de plata las cucharillas con adorno de iniciales…[9]
Hay otros autores que en las primeras páginas ya nos sugieren un dulce asesinato:
No he querido saber, pero he sabido que una de las niñas, cuando ya no era niña y no hacia mucho que había regresado de su viaje de bodas, entró en el cuarto de baño, se puso frente al espejo, se abrió la blusa, se quitó el sostén y se buscó el corazón con la punta de la pistola de su propio padre, que estaba en el comedor con parte de la familia y tres invitados.[10]
Hay también inicios engañosos, como si el autor quisiera decirnos que un libro no está condenado a iniciar siempre en la primera página. El mejor ejemplo de esto es Rayuela, de Cortázar. ¿Dónde iniciar? Podemos hacerlo a la manera tradicional como lo dice el libro, con esa pregunta de:
¿Encontraría a la Maga?
O bien, podemos iniciar la lectura con:
Sí, pero quién nos hablará de fuego sordo, de fuego sin color que corre al anochecer por la rue de Huchette, saliendo de los portales carcomidos.
Así, cada libro se va reconstruyendo desde el embrión de una frase larga, desde la respuesta a una pregunta que alguien hace. Los inicios de los libros buscan simplemente capturar el momento de tensión de una vida que constantemente está tensionada. Intentan responder a preguntas que ya nos hemos hecho y a partir de ellas reconstruir el esqueleto de la novela. A partir de esas frases la vida toma su curso, los personajes se desenmascaran, nos muestran sus arrogancias, sus dolores, sus muertes premeditadas. Y sucede que a veces, cuando terminas de leer la novela, el cuento, cuando la historia te acaba de dar el último golpe, a veces se regresa al inicio de la novela y te quedas preguntando sobre la maravilla de que eso que leíste haya iniciado con las palabra mágicas de:
Bastará decir que soy Juan Pablo Castel, el pintor que mató a María Iribarne.
O
Nada como matar un hombre.
O
—Te digo que no es un animal… Oye cómo ladra el Palomo… debe ser algún cristiano.
O
Lolita, luz de mi vida, fuego de mis entrañas. Pecado mío, alma mía.
Todo libro parte del silencio y un buen libro vale por su inicio. Podemos enterarnos después de la historia. Luego podemos dar cuenta de Carolina Govea, o de un grupo de soldados americanos que pelean en la isla de Anopopei. Podemos después saber que la señorita Coldfiel odia a Sutpen o que Virgilio le pedirá a sus amigos que destruya el original de la Eneida mientras agoniza o enterarnos después de lo que piensa Nora García sobre el corazón y la música cuando regresa al pueblo al velorio de su ex-marido. Todo lo demás es hasta cierto punto intrascendente. Lo que verdaderamente importa es el inicio, esa canción que duerme a la bestia, ese conjuro que separa las nieblas caóticas de la imaginación. En el principio sólo era la oscuridad y cuando Dios dijo hágase la luz, se descubrieron las cosas. Mucho tiempo después algún hombre diría: hágase la palabra. Y al momento de decirlo, ya comenzaba a contar la historia, una historia que nos sigue seduciendo, conmoviendo: la historia de lo que es la vida con sus amores, dolencias y traiciones. Antes que nada, hay que intentar escribir buenos inicios, un inicio que nos permita reconstruir por una sola huella una mejilla, con una sola oración toda una vida. Si podemos hacerlo mereceremos, como dice Bonifaz Nuño, que al corazón nos apunten al matarnos.
[1] Luis Rosales. Diario de una Resurrección.
[2] Italo Calvino, El castillo de los destinos cruzados.
[3] Chris Van Allsburg, Los misterios del Señor Burdick
[4] Miguel de Cervantes. El Ingenioso Hidalgo Don Quijote de la Mancha.
[5] Gabriel García Márquez. Cien Años de Soledad.
[6] Juan Rulfo, Pedro Páramo
[7] Paul Auster, El palacio de la luna
[8] Gabriel García Márquez Crónica de una muerte anunciada.
[9] Alejo Carpentier, Concierto barroco
[10] Javier Marías, Corazón tan blanco.
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