La ciudad. Siempre la ciudad. Aragón es una forma de calles amplias, de trolebuses que pasan cada diez minutos, de un puesto de perióodicos donde nunca compré nada. Aragón es también esa vieja tradición de ir a correr cinco kilómetros diarios al deportivo que colindaba con un tiradero de coches y después cruzar por un puento amarillo el circuito interior mientras abajo discurre ese tren naranja del metro saliendo de la estación de Aragón rumbo a Oceanía. Aragón es también ese recuerdo de subir por el cerro del Peñón y salir al valle del aeropuerto y recordar esas frases de Bandeira que escribí en el cemento fresco de la casa: "Todos las mañanas el aeropuerto de enfrente me da lecciones para partir".
Aragón es también esa sensación de volver a casa a las dos de la tarde después de leer cuatro horas en el café del Vips aeropuerto y es también ese café internet de sillas pequeñas y mesas sin mucho espacio donde bailoteaban nerviosos los monitores de las computadoras y desde las que me enlazaba con ese Monterrey lejano y sorprendidamente añorado.
Ayer fui a Aragón y recorrí esas calles y volví a ver a la señora Alma cuando abrió las puertas de su casa aquella mañana del 18 de febrero cuando llegué para iniciar ese año como becario del Centro Mexicano de Escritores. Ella estába ahí con Minerva, su nieta, en los brazos. En el patio Sansón, un perro holzebaden meneaba la cola y al fondo, a un lado de una fuente estaba el que sería mi cuarto.
Y ahora, este viernes se cumplen ya cuatro años que llegué. Un nuevo inicio. Mis años en el d.f. se marcan por esa fecha. Son como mis años nuevos y fue bueno ir otra vez y recordar que desde el puente de Circuito interior se ven las torres azules y blancas de una iglesia a la que siempre quise ir y nunca fui, y por Circuito, pasando el techo de la estación Aragón se ven algunos edificios de Tlatelolco y más a un lado la Torre latinoamericana con su puntiaguda asta. Viernes cuatro años... es increíble.
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