Subieron en algún punto de la avenida Ceylán. Sólo eran dos. Dos. Un muchacho que no pasaba de los dieciséis y otro que rondaba por los diecinueve. Subieron con aire decidido y se fueron al fondo del microbús. El chofer no arrancó y les lanzó por el espejo retrovisor miradas de fastidio. El de 19 años maldijo y le ordenó al de 16 que fuera a pagarle. Entonces escuché una frase que me hizo aferrar bien mi mochila: "total, ahorita vuelve el dinero".
El microbús avanzó a paso rápido por la avenida del norte de la ciudad de México. A veces, en los carriles centrales avanzaban a igual velocidad cuatro o cinco camiones de transportes Primera Plus y todos se estacionaban al llegar un rojo. Fue en un semáforo en rojo cuando subió la mujer. Iba toda de negro y gimió un "me da permiso" a los pasajeros. Entonces, el de 16 se pavoneó (iba sentado conmigo) y le dijo algo al de 19. Lo miré de reojo y había en su mirada todo un gesto sardónica, todo el sarcasmo de los 16 años, una burla reconcentrada que le hacía torcer los labios. El de 19 que iba atrás iba sonriendo también, juntas las manos, su cuerpo delgado acomodado en el asiento.
Y la mujer empezó a cantar y cuando se acercó a donde estábamos el de 16 y yo se detuvo, endureció el rostro y cuando nos dio la espalda el de 16 escupió a sus pies. La mujer volvió a nosotros y siguió cantando mientras se alejaba a la parte delantera del microbús. Yo venía de una carne asada por Tlalnepantla. Venía cansado después de ver el caos de Indios Verdes y decir salud. Por eso, cuando muchacho de 16 años se me quedó viendo supe que algo me iba a decir:
-Oye huey, porqué no le tiras un palo a esta vieja -y sonrió mientras yo mantenía la quijada apretada y luego el de 16 habló con el de 19 y le gritó: tú cógetela.
Las palabras enrarecieron el ambiente. Antes de que la mujer bajara, habló sobre la gente buena y la gente mala que uno se encontraba en la vida. Agregó un: soy viuda, tengo dos hijos a quien mantener. El de 16 nada más se rió. Cuando la mujer bajó, el de 16 se colgó del pasamos de la bajada y gritó al aire y a la noche: "Si yo fuera tu puto hijo me da una tiro, pendeja".
Todos nos mirábamos. Yo había pensando en cuánto dinero llevaba, si las tarjetas tendría que cancelarlas. E iba cansado. Por eso cuando los dos se juntaron y comenzaron a hablar de sus atracos, de las micros incendiadas por el espanto, del lema: "es mejor que sea sin violencia, mejor cooperen", ya traía el alma en vilo.
Me pregunté como reaccionaria cuando pasara el de 16, sonriente, ufano, satisfecho de su poder para traer tranquilidad o impotencia en una micro que a cada kilómetro se acercaba al centro de la ciudad de México. Fue entonces que uno dijo: "no, hoy andamos de suerte" y lo dijo en voz alta, como si la suerte fuera una bendición para nosotros. "Vámonos", dijo el de 19 y se bajaron en una avenida. Los vi alejarse en la noche, toreado unos coches. Luego, ya en la banqueta, iban los dos muy juntitos, riendose, como si nada hubiera importado. Más tarde, cuando le contaba a un taxista, me dijo: con esos no sirve la bendición ni nada. A esos hay que tronarles los tobillos. Yo así me he madreado a varios.
Pero aún no tomaba el taxi y seguía en la micro cuando los perdí de vista en una esquina. Y no olvido esas miradas de quien sabe no le pueden hacer daño, esas miradas de quien sabe, puede, con su consentimiento, hacer lo que le pegue la gana. Esa bravuconería
1 comment:
También conozco a este tipo de muchachos, son los peores. Son los peores porque la juventud da lo que tú llamas bravuconería. Lo cual se quita con el tiempo y los madrazos, los golpes de la vida. Tenía razón el taxista, a esos hay que dejarlos fuera y así aprenden.
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