Abuelo Eugenio
La herencia de mi abuelo fue una herencia de muerte: antes de él y después de él, prometí que nunca más vería a mis muertos en el ataúd. Me despidió con una sonrisa aquella tarde ahora fría y cuando volví a casa me dijeron. No pude llorar durante su funeral: no me acerqué a su féretro. De mi abuelo sólo quedó para mí la sonrisa con la que me despidió con unas bendecidas palabras: “que te vaya bien, mijo.” Y lo dejé ahí, para siempre, recostado en la cama, cubiertas las piernas con una colcha de cuadros, la sien protegida con su gorro azul. No le lloré. Hice el intento; pero no le lloré. Sin embargo, miles de rostros de mi abuelo aparecen a veces frente a mí: la ausencia de su rostro muerto en mis recuerdos ha dado cabida a otros a veces misteriosos, otras festivos. Volví a oír de él por boca de mi abuela la tarde que presenté mi libro en Monterrey, en las calles donde él se sentaba a mirarnos camino a la secundaria. La presentación avanzó con rumbo normal. Cuando hablé empezaron a cantar cigarras en los árboles vecinos. Al terminar el evento fui con mi abuela y me dijo: “¿las oíste?” “¿Oír qué?”. “Las cigarras, ¿oíste las cigarras?” “Ah, sí, claro que las oí.” Entonces mi abuela suspiró y dijo: “te viniron a ver, Martha, Rubén, Genio, todos vinieron aquí para estar otra vez con nosotros.” Sólo sentí un escalofrío y busqué en los árboles sin encontrar nada. Sí, la muerte de mi abuelo me dejó una herencia de muerte: no ver nunca en la vergüenza de esos féretros; pero ahora, gracias a mi abuela esa herencia ha cambiado: escuchar en las cigarras a mi familia: escuchar con el canto de las cigarras a todos mis muertos que vuelan, que vienen, que están aquí conmigo; esperando que yo también me vuelva canto.
La herencia de mi abuelo fue una herencia de muerte: antes de él y después de él, prometí que nunca más vería a mis muertos en el ataúd. Me despidió con una sonrisa aquella tarde ahora fría y cuando volví a casa me dijeron. No pude llorar durante su funeral: no me acerqué a su féretro. De mi abuelo sólo quedó para mí la sonrisa con la que me despidió con unas bendecidas palabras: “que te vaya bien, mijo.” Y lo dejé ahí, para siempre, recostado en la cama, cubiertas las piernas con una colcha de cuadros, la sien protegida con su gorro azul. No le lloré. Hice el intento; pero no le lloré. Sin embargo, miles de rostros de mi abuelo aparecen a veces frente a mí: la ausencia de su rostro muerto en mis recuerdos ha dado cabida a otros a veces misteriosos, otras festivos. Volví a oír de él por boca de mi abuela la tarde que presenté mi libro en Monterrey, en las calles donde él se sentaba a mirarnos camino a la secundaria. La presentación avanzó con rumbo normal. Cuando hablé empezaron a cantar cigarras en los árboles vecinos. Al terminar el evento fui con mi abuela y me dijo: “¿las oíste?” “¿Oír qué?”. “Las cigarras, ¿oíste las cigarras?” “Ah, sí, claro que las oí.” Entonces mi abuela suspiró y dijo: “te viniron a ver, Martha, Rubén, Genio, todos vinieron aquí para estar otra vez con nosotros.” Sólo sentí un escalofrío y busqué en los árboles sin encontrar nada. Sí, la muerte de mi abuelo me dejó una herencia de muerte: no ver nunca en la vergüenza de esos féretros; pero ahora, gracias a mi abuela esa herencia ha cambiado: escuchar en las cigarras a mi familia: escuchar con el canto de las cigarras a todos mis muertos que vuelan, que vienen, que están aquí conmigo; esperando que yo también me vuelva canto.
1 comment:
El día que te vuelvas canto, mi oído estará ahí, presto a escucharte, cuando quieras vienes y cantas a mi ventana.
Como dice la canción de la cigarra: Tu canto en mi alma, como un puñal se me mete.
Ahora el canto de la cigarra adquirira una nueva denotación para mí.
Un abrazo.
Buena salud a todos.
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