Oaxaca es música, son olores, son colores. Mientras camino por el mercado sólo puedo asombrarme ante el desfile multicolor de las frutas y las flores: los pasillos huelen a cuero, a engrudo y cebollas y del área de comidas viene una nube blanca que sabe a tasajo, a cecina enchilada y cebollas. Oaxaca sabe a una raíz de lo mexicano. En el hotel, con una pequeña fuente al centro, parlotean mirlos, canarios y otras aves cuyo nombre no conozco. En la calle las señoras extienden huipiles, rebozos naranjas que me producen ansiedad en el paladar y ganas de morder las paredes. Por la mañana, la señora Yolanda, la directora del ICC, nos llevó a San Agustín Etla, el pueblo donde el maestro Toledo fundó el Centro San Agustín. Entrar a esa construcción es remontarse, al menos por breves segundos en un paraíso donde la arquitectura y el agua tienen no sólo una función arquitectónica, sino lúdica. Espejos de agua se encuentran tras las escaleras o pequeños estanques iluminan los techos. Del techo de la nave principal (el centro fue antes una fábrica de hilados) bajan cortinas de agua que refrescan el interior de los edificios y bajan por la montaña en surcos.
Es tarde y dentro de un par de horas finalmente conoceré, probablemente, al maestro Toledo. Eso no me hace ni su amigo, ni su comparsa, ni su igual: simplemente será un gusto ver, al menos por un momento, a un hombre que ha dado mucho por su ciudad. Me cuenta Yolanda que el día que ganaron la demanda contra Mc Donalds, todos se fueron a comer tamales al zócalo. Yo le creo. Imposible no hacerlo. Si sólo de estar aquí, en mi pequeño hotel frente a una iglesia de paredes maduras y ocres me dan ganas de ir comiendo tamales por siempre, o al menos, de comprar una casa y traerme los sueños: claro, para acá.
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