Tuesday, January 18, 2005

Lo que tomamos y dejamos

Tal vez por que hace frío. Tal vez porque hace mucho que no sé de ella y tal vez porque Raúl, mi amigo, cada día se queda en el pasado es que recuerdo aquel viaje a Nayarit. ¿Cuántas locuras acomete la juventud? Imagino que todas son sanas. En ese viaje me propuse todas las tardes, en el lugar en donde estuviera, tomar una fotografía del atardecer y hacer un album con ellas para Cordelia. Tomé varias pero malas fotógrafías. Una tarde subí al teleférico en Zacatecas y desde el mirador cuyos mirascopios apuntaban solemnes a las calles estrechas de la ciudad tomé un sol que extendía sus curvas sobre el horizonte. Tomé otra en la carretera de León a Aguascalientes y una tarde, andando en la playa en Guayabitos una donde el mar hervía con esa moneda amarilla que se alcanciaba en sus bordes.
Fue en ese viaje donde los tres, Claudia, Raúl y yo, llegamos a Encarnación de Díaz donde se encontraba un cementerio de vagones de ferrocarril (un cementerio como el de mi novela). Le dije a Raúl: detente y me contestó que iba a hacer eso, que estaba buscando un lugar. El cementerio se alargaba desde la carretera hasta una pequeña cresta por donde daba vuelta. Ahí hicimos la Fundación de Solidaridad y firmamos los tres a nombre de los personajes de la novela. Luego, cuando meses después volví ahí Claudia lloraba y con las cervezas en las piernas sólo podíamos ver la carretera que parecía no tener fin y un cielo sin mancha.
Nos metimos al mar en San Blas, rentamos una lancha para bordear los manglares en La Tobara. Comimos pescado, pan de plátano. Huímos a las seis de la tarde antes que bajara el jején de la sierra y ese 31 de diciembre del 2001 nos emborrachamos en una discoteca de Guayabitos.
Al día siguiente desayunamos en una terraza con el mar de frente y la música de Juan Gabriel y Alberto Cortéz en las bocinas.
Llegamos a Morelia en la noche; a esa Morelia a donde después iría para visitar a Raúl y pasar una semana en Patzcuaro. Comimos en los arcos, nos metimos a los palacios michoacanos, vimos la pila bautismal de Morelos y cómo caminamos mientras le buscábamos casa a Raúl. El regreso fue muy rápido, como siempre. Claudia se quedó en Aguascalientes y Raúl y yo abordamos un autobús que nos vomitó un 6 de enero en Monterrey. Mientras íbamos en el coche a la central de autobuses le pregunté a Claudia qué haría sin los regios. Dijo: la vida de siempre. Voy a llegar, voy a recordar que en la barra de la cocina jugamos a la baraja, que vimos películas. Raúl dijo que llegando a Monterrey iba a subir al metro con su maleta y en la expo tomar el 215. Dijo que su mamá estaría preparando enchiladas y flautas en su casa. Y agregó: flaca, nos vemos dentro de diez días (Ese año Raúl se fue a vivir a Morelia y pasó días antes en Aguascalientes antes de pasar hacia Morelia definitivamente). Yo dije: bueno, volveré a Conarte, estará en casa toda la familia, les voy a contar qué hice; etc. Si tengo suerte y me dan la beca del centro mexicano de escritores me voy a vivir al D.F. pero lo más seguro es que siga en Monterrey.
Los recuerdos son arbitrarios, inconclusos. Debería de recordar las canciones de Sabina que oíamos en el coche en Nayarit. Pero no recuerdo eso. Recuerdo llegar, nadie en casa: la noticia velada de que mi tío estaba en el hospital. Recuerdo a mi abuela diciéndole al doctor que la había engañado, que le había mentido y que no lo salvó. Recuerdo que Sonia fue al funeral y sus pocos minutos ahí fueron luminosos y que una vez terminado todo Raúl fue a casa listo para irse a Morelia. Bebimos un whiski que tenía ahí. Por todo lo que tomamos y por todo lo que dejamos, fue nuestro brindis. Luego nos tomamos la mitad del whiski y tiramos la otra en la calle. Luego se fue. Semanas después ahí, en el mismo árbol volví a vaciar el whiski y repetí la misma sentencia. Tenía tanto valor y lo sigue teniendo. Era sorprendente la ciudad de México que vi aquella mañana y me pregunté: ¿Qué irá a pasarme aquí? Aún me lo sigo preguntando aunque Raúl hace tiempo que volvió a Monterrey y aunque hace mucho que no sé más de Claudia Esparza, salvó que se casó, que me invitó a su boda y no pude ir. Cuando pienso en ella pienso en el cementerio en Jalisco y sus lágrimas por lo que había pasado con Raúl y las cervezas y ese cielo sin mancha y esa carretera vacía y muerta.

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